Cuando yo era niña, solía pensar que el cielo era como un lienzo enorme que nos cubría y nos transformaba en una surrealista obra de arte al revés.
Pensaba en mí como una grulla pequeñita incrustada en una muestra de la incertidumbre humana.
Una vez pinté una lavadora entera, porque se me ocurrió que el color blanco inmaculado que tenía podía parecerle demasiado triste y que la pobre no tenía el poder de cambiar su situación por su propia cuenta.
Una vez se me ocurrió que los zapatos de la casa podían querer salir de noche a conocer lugares que nosotros no les permitíamos conocer de día. Les dejaba cada noche monedas para el pasaje en micro, pero como cada mañana las monedas seguían allí, supuse que les gustaba más caminar y disfrutar del paseo.
Cuando era niña me preguntaba si las personas cambiábamos demasiado cuando apagábamos la luz para dormir.
Tenía tiempo guardado en una cajita. Creía en los ataques de sonrisas.
Pensaba que el viejo del saco me iba a llevar. Y, aunque parezca absurdo, solo le temía al encierro eterno del saco y a la falta de aire fresco que eso implicaba, a la falta de color, a la oscuridad...nada más.
Y un día me dormí una siesta en la hamaca de la casa de mis abuelos, bajo mi árbol Diamelo regalón.
Y soñé que el tiempo se me escapaba por las rendijas de la cajita. Soñé que había vivido unas 1000 vidas condensadas en 21 años y que eso tan solo era un soplo en el gran tiempo universal. Que parecía que había dado un paso en el gran camino del existir total, pero que ese paso minúsculo a veces resultaba algo cansado.
Estaba soñando que cepillaba mi cabello y se me caían las hebras de recuerdos. Un cabello y ya empezaba a perder la fe en mí misma. Un cabello y mi rostro ya se deshilachaba en una sucesión de rechazos. Me sentaba en el sofá y me pesaban los brazos y las piernas como plomo. Las lágrimas corrían y pensaba en estar solo o sentirse solo y, en estar ajeno, en pertenecer a ninguna parte y sentir que no aguantarás más.
Me encontré contando las horas de la jornada y queriendo que el tiempo se escapara pronto, sin querer almacenarlo más, porque, a fin de cuentas, ya no es mi tiempo, si no que es el tiempo de otros...por un momento, por unas monedas para fin de mes. Por unas monedas para libros o pan.
Y estoy caminando y ya no veo el cielo. Estoy apurada. Parece que el arte me juega a las escondidas. Y suspiro. El viejo del saco me parece el cuento más idiota de la historia.
Y me pasmo. Me asusto. Me petrifico.
¿Abre caído acaso por fin en el saco? ¿Estaré encerrada dentro de él definitivamente?
Cuando era niña me preguntaba si tendríamos que crecer y salir volando algún día.
Hoy me pregunto si tendré que decrecer un poco y salir volando.
Crecer, decrecer, crecer, decrecer. No demasiado. Sí, no demasiado.
Cuando era una adulta (o estaba cerca de hacerlo), una vez miré el cielo camino a casa y descubrí que es azulado, el azulado más hermoso que puede existir y que la vida no cabe en nuestras suposiciones ni en nuestros miedos.
Guardé experiencia en una cajita. Y creí en los ataques de risa, en los ataques de besos, en los detalles increíbles que estaban justo frente a mí.
Creí en el amor, más allá de los cuentos.
Creí en mi propia fuerza y mis propias manos.
Me encontré con la certeza de la imperfección. La belleza que hay en ello.
Y a mis zapatos les salieron alas.
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