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jueves, 24 de agosto de 2017

Donde se apagan las luciérnagas

Créame un espacio entre la duda y la muerte...
para que pueda habitar allí
como una resonancia lejana sin sonido,
como una pulsación débil en el centro de Santiago.
Ábreme de las entrañas un recuerdo estruendoso
y me acurrucaré dentro, buscando palabras,
buscando poder darles cabida en mis labios cerrados,
tratando de darles alas y que emprendan vuelo,
y que pierdan su duelo de silencio eterno,
su tumba de cemento de preguntas sin responder...
Porque creo que mis raíces se quebraron
No sé cómo, no sé cómo, ni cuándo o dónde...
pero yo iba caminando y sentí una tronadura bajo la tierra,
vi un charco de sangre que tenía mis canciones coaguladas,
vi un crepitar de carne y huesos pudriéndose conmigo viva y en pleno viaje.
Soy un siniestro árbol hecho añicos
y me voy desprendiendo del mundo y de los rostros conocidos...
de los lugares que recorrí...de la silueta del libro propio.
Atravesé una ciudad entera de casas sin ventanas...
de vez en cuando alguien abría una puerta y me miraba con expresión lúgubre,
como anunciando un viejo presagio,
una vieja advertencia de rupturas y confusiones.
Y en la oscuridad me hallé sentada con una soledad profunda, profunda, profunda...
como un lejano agujero en la tierra,
en cuyos bordes me sentaba con los pies colgando,
fascinada y aterrorizada por lo llamativo de su vacío,
mientras recitaba poesías y extraños cuentos que caían devorados en su interior
apenas asomaban en mi boca las palabras para ser pronunciadas.
Lo supe entonces, cuando ese pensamiento pegajoso y cíclico comenzó a encontrar nido en mi mente.
Tenía que mirar de frente al Miedo,
ese monstruo de dientes afilados y mirada oscura,
que se parecía cada vez más a mí misma...
Me acosaba de noche y de día...
A veces creía que durmiendo iba a olvidarlo, pero no.
Una sombra atraviesa los lugares que transito.
Le veo rostro familiar y siento un estremecimiento en la espalda...
Tenía que hacerle frente, lo sabía.
O iba terminar enloqueciendo por completo.
O muriendo.
O cayendo en esas pequeñas muertes diarias que yo conocía muy bien...
pero aún así, no quería.
No quería decir la verdad o mirar dentro del abismo que es uno mismo...
¿Qué queda de mí a fin de cuentas?
Desconozco los sitios que he recorrido mientras mi cuerpo se queda aquí, haciendo una vida paralela,
sonriendo con curiosa máscara frágil, pero creíble.
Se cae apenas desaparece el espectador.
La tranquilidad es una farsa inmunda que agujerea mi ser.
El Miedo se devora mi vida y mi espíritu
para hacerlo retornar en algo terrible con mi propio rostro y mi propia sangre.
Pero no soy yo. No sé dónde estoy.
Perdí mi columna vertebral, tragada, engullida
por su boca sucia de risa irónica y modales perfectamente adecuados.
No quiero mirar allí. No quiero mirar donde el abismo propio se torna en espiral.
No quería ir a buscar el lugar en donde se apagan las luciérnagas,
en donde la agenda repleta esconde el deseo oculto de perderse la vida,
en donde el café frío y la alarma de la mañana
hacen gris la luz que se cuela por las ventanas recién abiertas.
Necesito encontrar un lugar que habitar dentro de mí misma,
un lugar sereno en donde plantar flores y recoger libros,
un lugar en donde los sueños no sean lucecitas que titilan hasta desaparecer.
O donde las pesadillas no tengan rostro de realidad y alma de fantasma.
Ábreme una herida terrible,
una herida que me haga creer en mi propio cuerpo,
una herida que me desgarre hasta reencontrarme,
hasta hacerme respirar de nuevo.
Una herida dulce y horrorosa como un capullo de mariposa en eclosión.
Una herida que haga trizas el papel y la tinta
para hacerlos tomar vuelo entre las luciérnagas que se apagan junto a mi puerta.
Créame un espacio donde puedan habitar mis dudas
sin temor a sus respuestas estereotipadas,
sin temor a la lapidaria tendencia de dejar claro todo tan pronto,
de delimitar todo y especializar la vida tan joven,
antes de que siquiera le broten alas.
Titilan, titilan, titilan las manecillas...
pequeñitas las veo girar sobre sí mismas,
sobre mí...sobre el mundo...sobre el papel y las palabras,
sobre la carne y lo etéreo.
Y nadie visita la tumba de las luciérnagas.
Es un horror que todos lo sepan y nadie haga nada.
Es un dolor que mueran afuera y dentro de mí.
En mi interior hay una respuesta pululando por salir,
revoloteando entremedio del dolor y la felicidad,
encauzando un rumbo difuso,
un suspiro azul perdido entre una gama de tonalidades azuladas.
Me da miedo lanzar la respuesta al aire sin precauciones,
me aterra hacerla saltar al espacio a secas.
Deseo una cuna de nuevas raíces o un hogar sin recuerdos, congelado en un instante precioso.
Deseo una pequeña sonrisa en tu boca tan seria siempre,
una sonrisa que me abra un cobertizo
en donde pueda resguardarme del silencio mismo.
O deseo que el silencio me atrape de una vez
y me desnude sin miramientos,
que traspase la médula y las arterias,
que tiña los ojos de gris y la piel de blanco,
que haga estallar esta carga pesada en mi interior en la ciudad de casas sin ventanas.
Que haga sonar en puntos suspensivos todos mis gritos y mis lágrimas.
O déjame muda atravesar el lugar en donde se apagan y mueren las luciérnagas
para que con ellas tiemble y me estremezca,
haciendo un coro de sonetos de muerte que desaparezca suavemente en la brisa nocturna.
Quizás caminaría arrastrando una investigación sin salida,
un juego de espejos luchando por quebrarse,
una sinfonía de notas disonantes que suenan entremedio de tus manos,
entremedio de tus ojos que ya miran una rotunda e inquebrantable nada.
Y quisiera mirar tus labios y habitar allí,
habitar como un goce secreto
o como una casa en ruinas con una vida subterránea.
Créame un sitio entre la tinta y la sangre...
entre el papel y las lágrimas evaporadas...
entre la vida y la muerte...
para que pueda echar raíces y volver a destrozarlas.
O invéntame un recorrido sin retorno,
un vacío del cual sujetarme...
Porque necesito crearme un cuerpo, encarnarme sobre la tierra,
encontrarme en el espejo.
No sé a dónde he ido...
Titilan, titilan, titilan...
las luciérnagas están jugando a desaparecer.


Ana Diez

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