* Emilia caminó
pausadamente en las calles de la ciudad. Todo parecía tan distinto de pronto,
como si alguna pieza de un rompecabezas hubiese sido arrancada de cuajo y
desarticulado hasta el espacio que lo sostenía externamente.
Un reguero de
piezas inconexas, o rotas entre sí sobre una atmósfera vaga y humosa.
Parecía hasta
ilógica la combinación de elementos tan familiares, pero tan extrañados entre
sí, como si se tratara de lugares diferentes.
Hace años,
años, años que no pisaba esas calles tan reales, con sus nombres que se sabía
de memoria solo porque habían estado
ausentes mucho tiempo (antes, cuando vivía allí, no conseguía recordarlos nunca);
con sus rincones tan transitados en su niñez…con las casas que ya conocía, con
la gente que parecía ser la misma de antes… y de pronto, era como si se las
hubieran arrebatado para construir otros recuerdos encima. Como si con los
retazos de un vestido viejo, hubiesen remendado uno nuevo.
Tenía un
sentimiento extraño, una especie de ensoñación o de inconsistencia de la
realidad…de pronto ¿estaba precisamente allí, donde creía que estaba? ¿Había
llegado la carta realmente y había tomado esa decisión tan terrible?
Decisión
terrible.
Sí, puede ser.
Pero se diría que ya ni siquiera podía sentir miedo. Tan extrañada estaba de sí
misma y de todo eso que sucedía, como si esa vida nunca hubiese sido realmente
suya.
Probablemente,
si se hubiera encontrado con un espejo no se hubiera reconocido.
Probablemente
si se hubiera encontrado con sus propios hermanos, sus propios padres…o…con
quien fuera que le importase, no lo hubiera reconocido.
Dobló en esa
esquina. Esa misma esquina en donde había dado su primer beso un día de
diciembre.
Caminó sobre
esa acera…esa misma que era igual a tantas otras aceras de la ciudad, pero con una
ligera diferencia: allí había dibujado muchas veces con tiza, allí había
conocido a ciertas personas, allí se había caído aquella vez…cuando tenía nueve
años y se había hecho la cicatriz que aún tenía sobre la rodilla.
Por alguna
razón el tiempo resultaba algo esquizoide. Parecía muy lento, tanto, que cuando
Emilia llegó a esa misma casa, cuando estuvo frente a esa misma puerta, le
resultó sorpresivo que hubiese llegado allí después de tantos años. Lento, pero
rápido. Años que gotean y caen de improviso en un solo momento. ¿Cómo es
posible que todos esos segundos converjan así de golpe?
Una vida
entera que pasó en cuestión de minutos por su cabeza a modo de traviesos
flashbacks.
Se preguntó si
debía tocar la puerta o huir otra vez. Huir de la casa y lo que había dentro,
quemar la carta, irse. Ni siquiera volver con Elías.
Pero eso
adquiría rasgos de locura. Mucha. Ya demasiada.
Más de la que
ella misma podía soportar, aún cuando siempre se había reconocido víctima de
esa locura tan callada.
Alzó la mano
para golpear la puerta, pero se detuvo.
¿Estaría la
llave aún allí? ¿Justo debajo de la puerta, bajo una tabla del piso que se
quitaba con facilidad si sabías donde dar el golpe justo?
Probó.
Allí estaba la
llave.
Le pareció que
tomando esa llave entre sus manos y girándola en la cerradura todo parecía
volver a un punto exacto de su vida y quedarse allí, como si nada hubiese
pasado realmente. Una llave al pasado mismo.
Contuvo la
respiración y abrió con suavidad la puerta, esperando quizás que saltara sobre
ella una bomba hendida entre las murallas plagadas de dibujos de la casa.
Al entrar se
detuvo a mirar esos dibujos uno por uno, detalle a detalle.
Lo recordaba.
Siempre se
dijo a sí misma que si tenía una casa algún día, estaría plagada de dibujos e
historias, trenzando una huella digital de su alma por todas partes.
Allí estaban.
Allí, en aquella casa que había sido la suya por muchos años. Huir de ese lugar
había sido efectivamente huir de sí misma.
Lo sabía…quizás
siempre lo había sabido y por eso había decidido hacerlo.
Silenciosamente,
como lo hiciera siempre hace años, recorrió el pasillo de la casa; allí había
dos caminos.
Quizás la
cocina, quizás la habitación. ¿Cuál seguir? Ambos parecían latir más fuerte que
su propio corazón. Ambos parecían ojos metálicos apuñalando su propio reflejo.
Tenía un nudo
en la garganta, pero ciertamente no podía llorar.
Pensó en el
sueño. ¿No tenía esa misma sensación ahora que ya no soñaba? ¿No sentía también
ese agujero negro que parecía tragarse todo y al mismo tiempo devolverle tantas
imágenes centrifugadas a la cabeza?
Una foto en la
muralla.
Una foto
antigua, gastada ya en varias partes.
Emilia no pudo
evitar sonreír mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Sí, pensó, ese fue
el cumpleaños número 12 de Florencia.
“Era bonita. Más bonita de lo que yo
siempre pude haber soñado. Más bonita que algún familiar mío. Con esa belleza
que no se conoce a sí misma, con esos ojos que reflejaban una inteligencia
constante, un desafío de descubrirlo todo, obtener todo lo imaginable, por más
imposible que pareciese…”
Suavemente,
como en un deseo tardío de dar un abrazo lejano, Emilia acarició con nostalgia
aquella fotografía. Una puntada atravesó su corazón, agrietado ya por las
murallas de la casa.
Respiró
profundo y se dirigió hacia la cocina con cautela.
Allí estaba
una mujer de mediana edad, pelo largo y lacio, ojos cafés, mirada de hastío.
Delantal blanco. Apariencia muy pulcra, muy rigurosa.
Acomodaba con
diligencia pastillas de diferentes colores en diferentes frascos.
-
¿Buenas tardes?- dijo Emilia, con
aquella actitud inconsciente, aquel desconcierto de quien encuentra a alguien
extraño en su propia casa, aunque esa casa ya no lo fuese.
-
Buenas tardes.- dijo la mujer con una
mirada de recelo.- ¿Viene por el puesto?
-
¿Qué puesto?- dijo Emilia
ingenuamente, mirando uno a uno los diferentes medicamentos que estaban sobre
la mesa de la cocina. Muchos, quizás demasiados.- Perdón, pero ¿Quién es usted?
-
Enfermera.- dijo la mujer lacónica y
algo fría.- ¿Es pariente del señor Magnus?
Emilia no supo
contestar bien. Por un momento pareció confusa.
¿Pariente?
Quizás sí…o no. No sabría contestar, porque en realidad se había esforzado en
olvidar eso.
Sí, había
gastado algo más de siete años en tratar de olvidar a Magnus.
Mucho tiempo
como para no sentirse confuso de pronto, si tienes que traer de vuelta todo eso
que trataste de quitarte a toda costa.
Emilia asintió
como toda respuesta.
-
¿Pretende quedarse?- dijo la
enfermera.
Emilia
advirtió cierta esperanza en sus ojos.
-
¿Dónde está? – dijo Emilia dubitativa,
sin poder preguntar o responder nada más.
“En realidad tenía demasiadas dudas.
¿Dónde estaba? ¿Por qué había una enfermera en su casa? ¿Por qué me había
llegado tal carta con el carácter de tan urgente? ¿Había alguien más en la
casa? ¿Estaba enfermo? ¿Gravemente…? Y sobre todo, ¿Por qué yo, después de
tanto tiempo, había decidido volver pensando que las cosas se solucionarían o
tendrían un fin?
Me recordé a mí misma antes, cuando
tras cada pelea, tras cada segundo…esos segundos horribles, me iba diciendo que
no volvería nunca más. Pero era tonta, bastaba una palabra de él para que yo
volviera. Así, tal cual, siempre bastaba una palabra y yo volvía.
¿No sería lo mismo ahora?
¿Otra vez? ¿Otra vez este vacío y
estas lágrimas impotentes?
Tuve miedo de ser una tonta… otra vez.
Tuve miedo de haber venido, de haber pensado que algo sucedía sin que fuera
eso. Temiendo que como en esos días lejanos fueran sus palabras las que
quisieran engañarme y hacerme volver.
Pero ¿Por qué? ¿Por qué después de
siete años volver a lo mismo?
Y la verdad es que, extrañamente, casi
estúpidamente, estaba preocupada por Magnus nuevamente. Pensando en que algo
podría haberle sucedido.
Y el miedo. Sí, siempre el miedo.
De todas formas ¿No sabía esto yo ya?
¿No sabía que un día terminaría por encontrarme allá, donde fuera que
estuviera, y tendría que volver?
A fin de cuentas, estos siete años no
han sido más que un pestañeo. Un hermoso y dulce pestañeo.”
La enfermera
miró severamente a Emilia por largo rato. Luego, como si decidiera que era algo
confiable, le hizo un gesto con la mano y la condujo hacia la pieza que Emilia
ya conocía, en silencio.
Ya en la
puerta, sacó de su delantal otro frasco de pastillas.
-
Hace poco dejé un vaso de agua
adentro. Dele tres pastillas, una azul, una verde y una roja. Quizás a usted se
las reciba.- dijo, mientras se iba y la dejaba a solas.
Emilia miró el
frasco de pastillas y luego la chapa de la puerta como si se le fuera la vida
en ello.
Sintió la
sangre fría corriendo por sus venas y se decidió a entrar, sabiendo que, una
vez abierta la puerta, ya sería difícil dar pie atrás.
Cerró los
ojos, respiró profundo y abrió.
Magnus estaba
mirando el techo, cuando ella entró.
“Por un momento sentí que me dolían
profundamente todas esas cosas juntas que antes había podido soportar.
Tuve que hacer mi máximo esfuerzo para
permanecer en pie. Las rodillas no me respondían. Me resultaba una lucha cada
paso.
Hubiera querido estar en mil partes
diferentes menos en esa.
Magnus… ¿Quién era aquel ser que
estaba recostado en esa cama, los brazos llenos de moretones, la frente sudada,
el suero colgando al lado de la cama blanca de hospital…?
¿Dónde estaba realmente Magnus, ese
Magnus enorme que yo conocí? ¿Imponente, fuerte, altivo, con sus ojos azules
metálicos, su voz de trueno, su postura omnipotente…?
Qué extraño pasar de los segundos…qué
extraño todo, hasta mi propio cuerpo…”
Magnus miró a
Emilia largamente. Sus ojos fríos azul metálicos parecieron lanzar un destello.
Se llenaron de lágrimas.
Emilia
empequeñeció. De pronto sintió punzante la culpabilidad en su pecho.
Quizás…si se
hubiera quedado…quizás…si hubiera intentado más…Quizás…quizás…
Ahora todo
parecía tan triste. Tan decadente.
La casa se iba
derritiendo a sus pies, las fotografías se iban difuminando. El color se volvía
opaco, hasta oscuro.
Miró a Magnus,
aún en el umbral de la puerta, con un nudo en la garganta.
Había
envejecido mucho. De golpe. Aunque ella no podía afirmar eso, porque hace años
que no lo veía.
Pero sí.
Irreal ese
pelo blanco, irreal sus manos gastadas, irreal su mirada de viejo.
Emilia no lo
hubiera creído si se lo hubieran dicho. Ella, aún siendo un poco menor que él,
no había envejecido tan abruptamente. Ella, con todo, aún tenía ese aire
juvenil, reflexivo y distraído que tuviera antes, cuando él la conoció.
Ahora él parecía,
como nunca, frágil y solitario. Tan triste, tan débil.
Magnus se
sentó en la cama y la miró con mayor detalle.
Sí, era
Emilia.
La misma
Emilia.
Su cabello
revuelto, sus labios dubitativos; sus manos lastimadas, pero fuertes. Sus ojos
llenos de miedo, pero intensos. Muy intensos, como flamas.
Parecía que
nada hubiese cambiado demasiado en ella. Salvo quizás su mirada, más tranquila,
más alta, pero no menos viva. Salvo quizás esa piel que ya no parecía tan
doliente. Salvo quizás un beso guardado en alguna parte de sus labios. El beso
de otro.
Magnus lo
presintió.
Se le infló de
ira el pecho, como cuando era más joven.
Emilia se
acercó a la cama con suavidad. Se sentó en una esquina, en silencio. Sus ojos
asustados se fijaron en Magnus.
-
Estás enfermo…-dijo ella con tristeza.
Magnus asintió
con la mandíbula apretada, sin esbozar siquiera la intención de una palabra.
-
Me ha dicho la enfermera que debes
tomarte los medicamentos.- Emilia sacó del frasco las tres pastillas
correspondientes. Una azul, como los
ojos de Magnus. Una verde, como los ojos de Elías. Una roja, como la rosa que
había llevado a Florencia antes de marcharse.- Tómalas…-dijo con una voz que
trataba de ser cariñosa, aún cuando temblaba al mismo tiempo que sus manos.
Se levantó y
se dirigió hacia el velador. Allí estaba el vaso de agua que la enfermera había
dejado hace poco tiempo atrás.
Emilia
extendió el vaso y las pastillas hacia Magnus, que la miraba en silencio, aún
con la mandíbula apretada.
Magnus tomó el
vaso con sus débiles manos. Lo observó por unos instantes. Vio como Emilia
volvía a sentarse en la punta de la cama.
Él respiró
profundamente, no sin cierta dificultad.
-
¿Quién es?- dijo él, sereno
aparentemente, aunque con ira contenida.
Emilia aguantó
la respiración.
Hace mucho que
no oía la voz de Magnus. Esa misma voz que la había seducido en algún momento.
Esa voz que había
zigzagueado a través de su piel y sus oídos en algún pasado no tan remoto. Esa
voz que tenía el poder de expresar los sentimientos más penetrantes de la
Tierra.
Amor.
Odio.
Deseo.
-
¿Quién es quién?- dijo ella, fuerte,
aunque con cierta sospecha que desfilaba en un mal presentimiento. Muchos malos
presentimientos. Muchas fotografías rasgadas.
Magnus sonrió
irónicamente, con esos ojos metálicos suyos que adquirían perfiles de rayos
asesinos. Aún con todo lo que había
sucedido, a Emilia le seguía pareciendo tremendamente atractiva esa sonrisa
irónica.
De improviso,
contra toda expectativa de ella, él lanzó el vaso y las pastillas hacia el
suelo con fuerza.
El estruendo
despertó a Emilia. Parecía la advertencia de un peligro inminente.
Emilia
reconoció al Magnus que conocía tan bien. La respiración pesaba como plomo,
pero se mantuvo firme.
Se preguntó si
todo aquello… ¿Es real? ¿Fue real Elías? ¿Fue real aquel dulce beso que le dio
en aquella casa sureña e invisible?
Parecía que
nunca se hubiese marchado. Parecía que sentada en esa cama había permanecido
siete años, soñando con Elías y la casa del ermitaño, esperando que ese
estruendo de miedo y de sangre la despertara.
Emilia
permaneció sentada, apretando los puños. El mismo lema de siempre: autocontrol.
Serenidad aparente. Silencio doloroso.
-
Sabes que no tienes nada que
reprocharme, Magnus.- dijo ella, al fin.
-
¿Nada?- dijo Magnus risueño.- Con que
nada ¿ehh?
Magnus
se levantó de la cama.
Increíble
como todo cambiaba en un instante precario. Increíble como bastaban unas
cuantas palabras y unas cuantas miradas para cambiar todo.
Él
se alzó como un guerrero en mitad de la noche. Ya no tenía esa apariencia débil
o triste. Ya no parecía tan enfermo.
Se
veía enorme, duro como una roca. Ojos llameantes, pecho infranqueable.
Emilia
sintió un hormigueo en los pies. Una idea atravesó su mente: Era fácil. Muy
fácil correr. Levantarse y salir corriendo. Correr hasta la puerta. Correr
fuera de la casa. Correr unas cuantas cuadras. Correr hasta encontrar un taxi o
un bus. Correr y huir.
Pero
no podía respirar. No podía. Las lágrimas amenazaban con salir.
Ella
trató de permanecer firme. Apretó los puños, se mordió los labios, sentada
donde estaba. Observando con estoicismo
cruel cada movimiento de Magnus. Cada paso que él daba hacia ella.
Magnus
se paró frente a frente a Emilia. Emilia, sosteniendo la mirada, y con la
frente en alto, se levantó entonces.
Diez
centímetros separaban sus miradas.
-
¿Es uno?- dijo entonces él.- ¿O han
sido varios?
-
Espero que no te refieras a lo que
pienso.- dijo ella, conteniendo el titubeo de su voz.
-
¡Puta! – gritó Magnus y abofeteó a
Emilia con fuerza.- ¡Puta!
Emilia
apretó los dientes con los ojos llorosos, pero no dijo nada. La mejilla ardía,
pero no dejó que la viera llorar.
-
Ya no dejaré que me hagas esto.- dijo
Emilia con la voz quebrada por la emoción, pero desafiante.- ¿Me oíste?
Magnus
no se hizo esperar. Una segunda bofeteada con más fuerza que la anterior arrojó
a Emilia al piso.
-
¡Puta de mierda!- dijo él con la voz
cargada de rabia.- Eso eres. ¿Crees que no lo sé? ¿Con cuántos te has revolcado
en este tiempo? Debió ser fácil ¿No es así?
Emilia
se levantó del piso con la misma actitud de antes. Altiva y firme. La sangre
corría a través de sus labios y las manos le temblaban ya sin control, pero
ella no lloró.
-
No he hecho nada de lo que dices.-
dijo ella.- Pero sí, Magnus. Quizás sí he sido culpable. Quizás sí. ¿Y sabes
por qué? – se dirigió hacia la puerta.- Porque ya no quiero sumergirme en este
vacío. Porque quiero salir. Porque quiero recuperar lo que me quitaste.
Pero
no alcanzó a llegar a la puerta.
Magnus
tomó el bastón ortopédico que utilizaba para movilizarse y la golpeó por la
espalda.
Emilia
cayó al piso y no se pudo levantar ya.
Golpe
tras golpe, una y otra y otra y… otra vez. Incansablemente.
Todo
recobraba el color que antes tuviera, como si los golpes lejanos nunca se
hubiesen arrancado de su piel.
“Era lo mismo.
Lo mismo de antes, cuando no podía
levantar la mirada sin tener deseos de llorar.
¿Por qué no podría levantarme otra
vez? ¿Por qué estos golpes que me trituraban no solo el cuerpo sino también el
corazón?
Sentí que no tenía más fuerza.
Estoy cansada. Cansada.
Ya no quiero que duela más. Ya no
quiero llorar más.
Ya no puedo. ¿Qué más quieren de mí?
¿Qué más?
Ya no puedo…ya no…mejor que me quiten
el corazón y me dejen en paz. Mejor que me dejen morir.
Estoy cansada…”
Y
entonces…Emilia lloró.
Lloró,
porque no podía contenerlo, porque era como un huracán que se devoraba todas
las memorias de su vida, los segundos de cada instante. Con rabia, con
tristeza, con odio, con amor. Con fuerza, con desesperación. Como una niña.
Como
si ese espacio y su alma adquirieran color de sombra.
Una
sombra lejana que volvía a posarse en su mente, como un cuervo.
¿Y eso
era lo que tenía que esperar? ¿Tantos años de tratar de sanar y volver a los
golpes?
Apretó
los dientes, cerró los ojos y dejó caer su cabeza al suelo. Extrañamente pudo sentir
cada latigazo del bastón en contra de su espalda. Cada movimiento, cada corte a
su piel.
Extrañamente sintió cómo la sangre emanaba de
sus labios, de su espalda, de sus piernas, de su frente.
“Uno. Dos…Tres golpes, Magnus. Cuatro.
Cinco… ¿no ves que esto ya no puede doler más? ¿No ves que ya nada puedes
obtener de mí ni de mi cuerpo? ¿No ves que ya nada puedes quitarme?”
Resignación
era lo que antes había tenido. Pero hoy no. Emilia se volteó y recibió algunos
golpes por el frente, en plena cara. Comenzó a luchar con Magnus, tratando de
apoderarse del bastón, tratando de esquivar los golpes y rasguños de sus manos.
“No voy a estar aquí más. No
permaneceré más en este espacio vacío. No sin luchar, no sin quitarme estas
malditas lágrimas de encima. Estoy cansada.”
Magnus
parecía una fiera. Nadie habría pensado que estaba enfermo y posiblemente moribundo.
Algo sobrehumano lo bañaba en ese momento. Algo que exhalaba por todos sus
poros, por toda su piel, a través de sus ojos, a través de su boca.
Ella
había osado pensar en otro. ¡En otro! Con él aquí pudriéndose en el infierno.
Con él aquí amándola aún, como desde los primeros días, poseído aún por la
misticidad de sus cabellos y de sus ojos, deseando aún la caricia temblorosa de
sus manos.
Lo
pagaría. Lo pagaría caro.
“Eres mía. Mía.”
Emilia
se fue levantando. Poco a poco, pero sólidamente.
Le
arrebató el bastón a Magnus y lo alzó con fuerza. En la desesperación por
quitárselo de encima, lo golpeó también, con fuerza, con rabia, como si
descargara un chorro imponente de dolor desde su alma.
Magnus
cayó finalmente. Con la respiración entrecortada, agotado, enfermo de nuevo,
permaneció frágil en el suelo. La miró con sorpresa y con miedo, por primera
vez.
Emilia,
fruncido el ceño, apretada la mandíbula, lo miraba con ira, blandiendo el
bastón como una espada.
“Ahora.
Ahora”- se dijo.- “Ahora es tiempo de golpear. Ahora es tiempo de devolver a este maldito
todo lo que me ha hecho. Toda mi sangre, todas mis lágrimas. Ahora, Emilia, sé
fuerte de una vez, golpéalo. Golpéalo tú.
Ahora.
Ahora, sé fuerte. Por una vez en tu vida,
no tengas miedo. Ahora tú, Emilia, sé tú.”
Así
pasaron algunos segundos eternos. Emilia, respirando con dificultad, hinchada
la boca y parte del ojo derecho, sangrante y agitada, sostuvo el bastón en lo
alto con la intención de descargar su dolor en Magnus.
-
Me hiciste una sombra, Magnus.- dijo
ella, con lágrimas de rabia.- Yo fui una sombra por años, asustada de ti,
preocupada por ti. Esperando que todo fuera diferente. ¿Y crees que no iba a
poder vivir sin ti? ¿Crees que no iba a poder salir adelante sola, por mi
propia cuenta, con mi propia fuerza?... Pues te equivocaste... Ya no aguantaré
un golpe más. Ni uno solo.
Magnus,
cansado también, no movió ni un solo músculo. Bastó ese instante para que
entendiera que no era la misma Emilia.
Ella
estaba de pie, con el bastón apretado con fuerza en su mano. Herida, pero de
pie.
Irónico
que ahora fuera Magnus quien experimentaba el miedo. El miedo de perder el
control, de estar enfermo, de estar viejo y débil, de no tener ese poder
enorme. De perder a Emilia.
Sus
ojos azules asustados, miraron a Emilia con una tristeza profunda.
“¿Cómo es que me ha sucedido esto?
¿Cómo es que golpeé yo, aunque fuera en defensa propia? ¿Cómo es que pensé
siquiera en golpear a Magnus ahora que está tirado en el suelo? ¿Cómo es que me
transformé en este monstruo? ¿Cómo es que dejé que durante todos estos años…?”
Emilia
suavizó su semblante. Unas últimas lágrimas cayeron de sus ojos. Apretó los
labios, recordando los días cálidos en que lo había amado con locura. Sintiendo
aún ese extraño suceso en su pecho, como si aún lo pudiese estrechar entre sus
brazos y dejar que él la consumiera por completo.
Pero
las cosas eran diferentes. Parecía que él no fuese la misma persona que ella
hubiera visto, parecía que de repente todos los horrores emergían. ¿Cuánto
tiempo había estado engañada mirándolo a los ojos y sintiendo que lo amaba?
¿Cuánto tiempo había estado pensando que él realmente era un hombre al cual
podía admirar en tantos sentidos?
-
¿Es que no te das cuenta de lo que me
has hecho, Magnus? ¿No te das cuenta?- dijo ella.- Se acabó. Se acabó todo
esto. ¡Ya no soy una sombra! Mírame, tengo cuerpo y alma. Tengo mi vida. Tengo
mis sueños. Son míos y lucharé por ellos.
Emilia
soltó el bastón. Arregló sus cabellos y se acercó a Magnus para ayudarlo a
levantarse.
-
No me toques, mierda.- dijo Magnus.
Emilia
lo miró con una mezcla de dulzura y dureza.
-
Vamos, no te quedes aquí, tienes que
tomarte los medicamentos.- dijo ella con paciencia, tratando de levantarlo por
los hombros.
Con
ayuda de Magnus, lo logró. Él se puso en pie y miró a Emilia con el mismo
semblante orgulloso y heroico que siempre había tenido. Luego se dirigió hacia
la cama en silencio y se acostó.
Emilia
se puso a pensar en cómo aquel destello de tristeza que tenía de vez en cuando
desaparecía con tanta rapidez de su mirada.
-
Iré por un vaso de agua.- dijo ella.
-
No haré nada de lo que dices.- dijo
él.
-
Traeré el vaso de agua y te tomarás
las pastillas.- dijo ella con firmeza y salió de la habitación.
Emilia
cerró la puerta y se apoyó en la pared.
Aún temblaba.
“Por fin. Por fin, se ha acabado. Por
fin.”
Respiró
profundamente y rompió a llorar nuevamente.
¿Y por
qué las estúpidas lágrimas ahora? No lo sabía.
Era
como si su alma se fuera limpiando de una podredumbre asquerosa que la había
encarcelado por demasiados siglos. Como si su alma sangrara al fin una herida
que nunca había dejado de lastimar. Como si ella misma arrancara con brusquedad
las costras de millones de cortes en su corazón.
-
¿Se encuentra bien?- dijo la enfermera
en mitad del pasillo, mirándola con cierto gesto humano y cariñoso.
-
Sí, gracias.- dijo Emilia secándose
las lágrimas rápidamente.
-
¿Le apetece un café?- dijo la
enfermera.
-
Sí, me gustaría.- dijo ella con
suavidad.- Pero primero debo traerle a Magnus un vaso de agua.
Emilia
avanzó por el pasillo. Un chorro de luz que provenía de la ventana iluminó su
rostro.
La
enfermera se llevó con impresión las manos a la boca. Había oído el vaso
romperse y algunos golpes, pero había pensado que se trataba de uno de los
arranques de ira del señor. Nunca habría pensado que…pobre mujer, estaba muy
lastimada. Sangraba mucho.
-
Pero…Santo cielo…usted necesita
asistencia para esas heridas o se infectarán.- dijo la enfermera.
Emilia
sonrió con amabilidad. Pero no contestó. Entró en la cocina y llenó un vaso de
agua.
-
Mmm… ¿se quedará usted?- dijo la
enfermera.
-
Sí.- dijo Emilia.- ¿Puede usted
quedarse también y ayudarme?
La
enfermera asintió.
Miró
un poco más allá de las manos de Emilia. Allí, junto al refrigerador en la
cocina estaba esa foto. El señor estaba joven entonces y junto a él sonreían
una jovencita y una mujer.
Ella
reconoció a Emilia entonces. La misma mujer.
Aquella
que él llamaba en sueños.
-
¿Cuánto le queda?- dijo Emilia
repentinamente.
-
Es difícil saberlo.- dijo la
enfermera.- Más aún si no se toma los medicamentos. He tratado de todo, pero no
hay caso. Lo mismo las otras tres enfermeras.
-
¿Qué les pasó?- dijo Emilia.
-
Se cansaron y se fueron.- dijo la
enfermera, acercándose y examinando las heridas de Emilia.- ¿Está segura de que
quiere volver? No estoy segura de que él se tome los medicamentos así como así.
-
Descuide, ahora se los tomará.- dijo
Emilia y salió de la cocina.
Entró
en la habitación nuevamente. Allí estaba Magnus, esperándola con su semblante
siempre recto e impenetrable.
Ella
estiró el brazo y le entregó las pastillas y el vaso nuevamente.
Magnus
hizo un ademán de asco.
-
Te las tomarás ahora.- dijo ella con
fiereza.
-
¿Lo amas?- dijo él, tomando el vaso y
las pastillas.
Emilia
suspiró. Se sentó en el suelo, junto a la cama de Magnus. Miró sus manos y
pensó en los besos maravillosos que Elías le había dado aquella vez.
-
Magnus…- le dijo en un tono extrañamente
cariñoso y enfermizo.- ¿Por qué insistes en preguntarme esto?
-
Porque te amo.- dijo él, aún
sosteniendo el vaso y las pastillas, mientras sus ojos azulados adquirían una tristeza
profunda.
-
Ha pasado demasiado tiempo.- dijo
Emilia con tristeza también.- No vale la pena que tomemos en cuenta esto ahora.
-
No me tomaré las pastillas.- dijo él
fríamente.- No tiene sentido que lo haga si de todas formas voy a morir.
-
No seas tan terco, tómatelas.- dijo
ella, sentándose en la cama a su lado y tratando de que bebiera un poco de
agua.
-
¿Lo amas?- dijo él nuevamente,
buscando en sus ojos, casi con desesperación.
Emilia
negó con la cabeza por la obstinación de Magnus. Una real tristeza la invadió.
¿Por qué ahora? ¿Por qué sentía que era ella quien había cambiado tanto…que era
ella quién le había destrozado el corazón a él?
-
Sí.- contestó ella con lágrimas en los
ojos.
Magnus
no dijo nada. Bebió las pastillas de una sola vez, se tragó el agua y lanzó el
vaso en contra de la puerta.
La
miró largamente. Su rostro duro parecía lejano y desconfigurado.
Suavemente,
se acercó a su rostro y la besó. Emilia sintió ganas de llorar cuando sintió
ese beso desesperado vulnerando su boca, llenando de asco de nuevo aquel lugar
que había limpiado con horas de silencio y lectura.
Se
alejó de él con brusquedad, turbada, con lágrimas en los ojos.
-
Vete.- dijo Magnus dolidamente.- Vete
con él. Tarde o temprano ese pobre infeliz pagará el precio de haberse
enamorado de ti.
-
Me quedaré.- dijo ella conteniendo el
llanto, sintiendo que no podría sostenerse a sí misma por mucho tiempo más.- Me
quedaré hasta que sea necesario. Ambos sabemos que así debe ser…si este ciclo
de dolor ha de morir contigo, entonces me quedaré hasta el final. *
Ana Diez
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