Silencio. El café huele a silencio que sube como vapor a través de la piel y se posa sobre la superficie húmeda de mis ojos. No me decido a parpadear para no desatar el desastre. Ante mí caen los recuerdos como gotas de vapor que se volvieron de sorpresa líquidas, suicidándose desde el techo. Es cíclico ese estado permanentemente en duda de estar aquí. Es cíclico el amor y el dolor, o ambos entrelazados como una trenza de hilos invisibles que atraviesan la piel como espinas.
Tengo una historia triste que me acosa de noche. Una historia triste triste que no puede nunca ser bien contada, que no puede nunca escapar de la prisión terrible que le ponen las palabras. Tengo una historia triste que tiene tintes oscuros que se deshacen en libros de fatalidad surrealista. Cierro los ojos y la realidad misma se vuelve un recuerdo inventado. Falsa memoria que derrumbas casas con una solidez de metralleta.
El café es solo otro mar de cuestionamientos asfixiantes. Pero ya. Me obligo a arrastrar estas dudas hacia la esquina de la habitación y dejarlas allí. Mirando el techo. Me muestran los dientes, amenazadoras. Un movimiento en falso y se me abalanzarán como perros salvajes.
Las miro con distraído ensimismamiento. Tengo tristeza, pero mi tristeza no está aquí. No está aquí conmigo. Está en el aire, o en las paredes, o en las tuberías de la casa, o en las ramas de los árboles que toco camino a la universidad. O en el humo del cigarro que me abraza en esos pasillos de seres distantes. No está aquí ni ahora...no está conmigo, pero está demasiado presente, tanto que siento su aliento en mi nuca.
Traigo los apuntes de las clases. Las clases, las clases, las clases. Cuánta libertad y cuánta esclavitud que me están elevando y lanzando al suelo con fuerza brutal. Me mareo como cada día sentada al borde del asiento, como quien se sienta siempre en el borde de un precipicio, preguntándose cuánto tardará el cuerpo en caer como un pesado saco de nada, de insignificantes menudencias. Puedo tirárselas a los perros famélicos ahora. No parece que hicieran falta aquí, sobre el sobre del sobre del sobre del sobre del sobre pasto verde de la cima de la montaña.
Miro los apuntes en su lenguaje de jeroglíficos. Y con una resignación penosa trato de traducirlos con la ayuda de una lupa. Me preocupa quemarlos en el camino.
Y entonces de mis manos desaparecen. Pestañean. Pestañean tanto que ya no sé si estaba soñando que trataba de estudiar o estaba intentándolo en serio. Veo una laguna de aguas profundas en donde se refleja mi rostro, en él una cavidad negra me llama con sonidos disonantes de chelos al unísono. No sé por qué, pero el sonido de los chelos me hace tener frío y querer saltar dentro.
Hace frío, me digo...y me toco los brazos y encuentro que no están. Me veo cayendo como una pluma al interior de la cavidad oscura. Trato de aferrarme de las paredes, pero solo son paredes de agua. Agua hirviente que rodea una cavidad de hielo. Y entonces me estremezco, porque lo escucho...lo escucho sí...la voz lejana y palpitante. La voz del lobo, de la muerte, zigzagueando en mis oídos con crueldad siniestra...y otra vez tengo ocho años y estoy aquí desnuda preguntándome dónde estoy, cómo llegué aquí, cómo salgo de aquí, por qué, por qué, por qué...Veo tus ojos amarillos mirando desde arriba. Sobre mí gravitan un montón de libros como sábanas...trato de alcanzarlos para esconderme de ti, de los ojos en las sombras, de todos, de todos, de todos...
¿Y acaso tengo alas para poder salir? ¿Acaso tengo brazos? Solo siento espinas en la boca y sabor a sangre.
Me agazapo y miro dentro de mis viejos zapatos, viejos dentro de su caja nueva. Allí están, lo único familiar en el montón de oscuridad. Dentro de ellos parece salir luz, parecen salir imágenes que tienen más cuerpo real y tangible que el mío. Miro dentro...Qué extraña esa sensación de mirar dentro y encontrar todo pequeño, encontrar toda la casa hermosa de años atrás llena de ruinas y polvo, llena de grietas como dudas astillosas. Qué raro mirarse en el espejo y ver un fantasma entonces y sentirse un adulto agazapado en una cuna que queda pequeña y, al mismo tiempo, un ser ínfimo abrazado hacia adentro encontrando todo tan enorme, como un grano de arena en esta caja de zapatos. Qué rara sensación oír a los viejos pájaros que cantando acompañaban la casa, allí cantando canciones en idiomas diferentes e indescifrables, lejos, muy lejos de todo lo que puede pasar...de todo lo que es ser y estar aquí, tratando de estar y no poder conectarse a algo vivo y real de veras. El árbol que estaba junto a la puerta de entrada perdió las raíces, el silencio se cuela en las cuencas de sus ojos.
Me siento como una piel volteada al revés. Mi piel está cubierta por músculos y ellos se cobijan de huesos. Siento que la sangre circula afuera, en la casa, en la tierra, en el patio, en la calle...siento que los perros abandonados la beben y caen tiesos. O salen volando, convertidos en otras especies raras.
¿Estás ahí? ¿Estás ahí? ¿Puedes oírme? Te muevo las manos a través del vidrio, haciéndote un complicado lenguaje de señas que ni yo entiendo, y tú sonríes y asientes y te vuelves de cera. Tu rostro de cera me mira a los ojos con terrible mirada, me atraviesa como un relámpago, y me pregunto si puedes ver toda esta tristeza, si puedes ver que me arrastro tratando de pegar con cinta adhesiva las millones de heridas, para que no se note que soy un muñeco de paja sin paja y sin gorro. Los pájaros del campo me temen solo porque les parezco un muñeco armado, pero no saben que basta una brisa...una brisa sutil de viento...
Pero no, no quiero pensar en eso ahora. No, solo quiero agazaparme aquí y esperar a que deje de hacer tanto frío. Doblo la piel al revés y la dejo en una esquina no sé cómo. Me veo desde arriba y desde afuera, y parezco un cadáver. Hacia adentro se repliega, la mariposa se traga sus alas y mira hacia el centro oscuro, aprieta el núcleo del pecho con las patas que no salen aún de la semilla. Crece el árbol, pero por debajo de la tierra, sus raíces salen dentro de las ramas y las ramas se acumulan en su intestino de palabras cuajadas por el silencio que observa y dibuja mundos imaginarios.
Y puedo sentir la voz brotándome de la garganta como un vómito. Pero algo sucede que no puede salir, aunque empuja y empuja hacia afuera. Siento los muros de agua y de vidrio venirse sobre mí y apretarme como en una trampa de araña, de ácido letal. El ácido carcome los libros y sus sábanas protectoras...carcome los huesos, los músculos...solo queda la piel, aquí tratando de mudarse en otra cosa que no sea lo que se es ahora.
Se me clavan unas últimas dudas, como astillas de metal sobre las cuencas de los ojos. Caen dos lágrimas y siento que me trago un océano.
Entonces siento su mano sobre mi boca, tapándola hasta hacerla añicos y el nuevo sabor a sangre y la nueva sensación de asfixia. Lo único que me sostiene es el café, el café, el café...lo veo desde la cavidad oscura en la que he caído...me veo durmiendo sobre la mesa y el café humeante. Y me digo: ¡Despierta! ¡Despierta! Tienes que volver, tienes que aparecerte en las aulas, en la universidad, tienes que cargar y leer ese montón de libros, tienes que subir al transantiago y ver qué podemos cocinar a fin de mes con el mínimo de dinero...despierta, despierta, tienes que despertar...
Y la mano sobre mi boca se vuelve más pesada y se hunde y aprieta mis órganos, seca mi sangre, se transforma en víbora que se siembra en el interior de mis entrañas. Siento que una mariposa ha muerto en el interior de mi estómago y crece un alacrán, un alacrán con la espina clavada en sí mismo y con piel suave y blanca, como la de un conejo.
Pero...pero...no sé en qué momento adquiero rostro humano nuevamente. Me palpo la cara y siento húmedas correr las lágrimas, un llanto silencioso que quema la piel recién puesta de nuevo en su lugar. Miro a través del vidrio que rodea la cavidad negra y te veo, sigues allí con tu mirada de cera, moviendo los brazos, tratando de decirme algo que no entiendo. Me acerco al vidrio, transparente y ficticio como las verdades que me cuento, y adquieres por fin tu rostro real, oscuro, siniestro, en una mueca de maldades que yo nunca logré entender. Te ríes de mí y tratas de apuñalar el vidrio con tus carcajadas ensordecedoras, que me vienen persiguiendo hace años en pesadillas...
Te veo tratar con todas tus fuerzas de traspasar el vidrio...y yo aquí, con mi terror mudo, observándote en silencio, con lágrimas que se evaporan fácilmente. Tengo una daga en mis manos y la aprieto con fuerza sobre mi pecho, mirando como eres tú el que sangra y gime, como eres tú el que cae sobre sí mismo y mancha el suelo de sangre...Mi piel está intacta, como la piel sintética de un oso de peluche que ha perdido todo atisbo de esperanza.
Te dejo ahogándote en tu charco de sangre y de cera...recojo mis trozos y me aferro a ellos, suplicando por última vez: despierta, despierta, despierta...
Silencio. Abro los ojos. Aquí hay silencio. El café huele a silencio y se ha enfriado irremediablemente. Miro sobre la mesa los libros, esperando pacientemente a que me ponga a estudiar.
Veo la cortada en mi mano. No sé cómo, pero siento pena por ti y por tu carácter de pesadilla en mi mente. ¿Tenías otros colores antes? ¿Tuviste alguna vez una risa diáfana y tranquila, alegre como el sonido del agua pasando a través de las piedras?
Miro a mi alrededor con una resignación tranquila, al menos por ahora. Me alegra estar despierta por un tiempo...pero qué solo se está aquí entre un café frío y el plano silencio. Es cíclico ese estado permanentemente en duda de estar aquí. Es cíclico el amor y el dolor, o ambos.
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