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martes, 6 de enero de 2015

Las hadas ya no son las que vienen a salvarnos

Qué extraño.
Qué extraña la vida, apareciendo de improviso, mientras hacía huevos fritos con arroz.
Estaba caminando el otro día, porque tenía que ir a jugar el típico loto de la vieja. Nada tengo que decir sobre eso. Ya lo sabes. Sabes que detesto los juegos de azar, porque casi siempre significan un azar que nunca llega. Casi siempre soy de los que ganan nada en los bingos, rifas, raspes...y que, cuando logran ganar algo, están demasiado reticentes a creerlo.
Pero bueno. Estaba caminando y se me ocurrió preguntarle a tu sombra si sería verdad eso de que ya nunca más volveríamos a hablar en esta vida. Parece algo tan irreal...tan absurdo. Para estas fechas el año pasado, hablábamos constantemente.
Aunque...admito, que debe ser por el estúpido "Año Nuevo" que se aproxima (o que ya llegó, a estas alturas ya no sé). Siempre pre-dispuesto a hacer que uno se replantee todo, como si no pudiese hacerse antes, un día cualquiera, mientras te tomas un café antes de partir al trabajo.
Pero quizás...
Quizás el Año Nuevo es nuestro sistema de defensa, en todo caso. Quizás si nos replanteáramos las cosas tan repentinamente nos destrozaríamos la vida. Igual que suele suceder a veces, en esos momentos de acabo de mundo que a todos nos llegan de vez en cuando. Como esa vez que entró el pobre tipo de noche al living y se encontró con el mejor amigo besando a su novia. O esa vez que encontraste a uno de tus amigos hablándole pésimo de ti a otro. O esa vez que entraste a casa tarde, después de un pesado día de trabajo, cargando cajas y había una fiesta de cumpleaños sorpresa para ti. De la impresión se te cayó la caja y se hizo pedazos lo de adentro.
Todo es demasiado extraño, o tan demasiado conocido que no nos recuperamos de sentir que es extraño ese exceso de cosas tan conocidas que nos sorprenden igual.
Tenía ganas de escribirte y hablarte sobre las cosas cotidianas como si tuvieran algo que ver con nosotros mismos. Como si lo cotidiano no estuviese lo suficientemente lejano ya, como si, de tan cerca, no se nos hiciera tan distante y tan frío, tan ilusorio, tan carente de significado, porque los días pasan y uno envejece, los días pasan y la vida sigue, aún incluso si uno no tiene ganas de seguir a su ritmo. Aún si uno tiene ganas de inventar un ritmo nuevo, más tranquilo, más contemplativo. Escribir algo que tuviera que ver con lo que pasó, aunque jamás llegué a entenderlo realmente. A pesar de que para ti parecía tan obvio. Como si pudiera escribir algo que tuviera realmente que ver con otra cosa.
Solía pensar que, de todas formas, aunque fuésemos incrédulos de los cuentos, algo increíble nos pasaría un día y todo sería exactamente como ellos lo describen. Fabuloso. Espectacular. Digno de ser escrito, representado, contado...hacerlo una leyenda. Y que todos podíamos sobrevivir a lo cotidiano, a lo obligatorio, a la responsabilidad impuesta, a tener los pies bien puestos en la tierra.
Igual que si un día, mientras te compras unos aburridos calcetines, chocaras con un hada y te rociara de polvo mágico y pudieras salir volando impunemente.
Ahora sé que suele pasar que estás comprando calcetines y ves al hada de pronto (ella está comprando pasta de dientes con hipersensibilidad), y te vuelves completamente loco, te desesperas de tanta emoción, de saber que por fin, por fin, por fin...¡por fin! ha llegado tu momento de ser feliz en la vida...así es que te transformas en un especie de huracán que se abalanza sobre el hada, en un ataque de felicidad, que finalmente sí termina siendo un ataque, porque el hada cae muerta ante tu efusivo abrazo. Sí. Para los que no sepan, las hadas son igual que las mariposas que hay en la naturaleza: vuelan, se ven hermosas, pero no las aprietes demasiado, porque tendrás un montón de puré de insecto. La magia se desvanece. Y uno se choca en la cara con la certeza de que quizás has creído demasiado en ella. O que ya estás muy grande, muy viejo, muy cansado, muy amargado para creer en ella.
Y resultó que mientras compraba la pasta de dientes me di cuenta de eso y me asqueé de tanta cotidianidad, de tanta rutina, de tanta resignación de que no sucederían cosas increíbles. O que sucederían de una forma tan pre-moldeada, como si todo fueran pautas que seguir...¿Quieres magia? Busca un hada, ¿Quieres que tu vida sea digna de ser contada? Tienes que ser la Cenicienta o el Príncipe Azul. ¿Y si no quiero pasarme la vida haciendo aseo hasta que llegue mi príncipe, y ande dejando zapatos botados por aquí y por allá? ¿Y si me da flojera subirme en el noble corcel y enfrentar dragones? ¿Y si prefiero sentarme a conversar con los dragones mientras tomamos una taza de té?
Me intimidé ante la idea de querer ir al banco voluntariamente todos los lunes. Me indigné ante la idea de tener flojera de hacer un dibujo y de pasar nauseabundamente sentada frente al televisor solo por el hecho de tener miedo de hacer algo que jamás ha sido tan peligroso como perder las ganas de vivir con la esperanza de vivir más.
Así es que dejé la pasta de dientes y fui a comprar un ukelele. Jamás había visto uno. Jamás había tocado uno. Jamás había oído uno. Ni siquiera sé qué canciones o qué notas se supone que uno toque con uno.
¿Se puede tocar a Mozart con uno? ¿Se puede hacer un rap? ¿Se pueden cazar mariposas con ukelele e invitarlas a jugar cartas? Díganme su secreto, señoritas mariposas, ¿cómo es que hacen para ser tan frágiles y vivir tan sin miedo? ¿Cómo es que hacen para salir volando todas las mañanas sin descanso y sin dejar de creer en que pueden volar?
Pero aquí está el pobre ukelele, apoyado en la mesa, junto a mi planta llamada Lady D.
Me pregunté acerca de si teníamos errada la definición de magia, la definición de felicidad, la definición de increíble, imposible, espectacular, fabuloso, leyenda. ¿Dónde estaba el límite de todas esas cosas y esas palabras? ¿Y el límite de sus significados? ¿Y el límite de lo que podemos entender de ellos? ¿Y el límite de lo que podemos entender de nosotros mismos tratando de entender al mundo que nos rodea?
Tenía que partir a comprar diccionarios también. Tenía que dejarlos furtivamente en la puerta de cada casa. Tenía que aprender a tocar ukelele y cantar canciones que reflejaran lo que realmente sentía.
Había imperfección en todo eso, probablemente. Porque siempre hay imperfección en todas las cosas, una que, si no la vemos nosotros, la ven los otros y que, si no la ven los otros, la vemos nosotros. Como una marca de Caín incrustada en nosotros desde que pegamos el primer llanto.
Y todo resultó tan agonizante de improviso. Todo adquirió palpitaciones de taquicardia. Pensé en nuestras palabras y nuestras señas, en nuestras fallas, en nuestras obras, en nuestros recodos tan llenos de secretos.
Confieso que he pecado, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.
Guardé secretos y me volví huraña con los años. A veces no tengo ganas de ver a la gente, incluso a la gente que quiero. Tengo vocación de ermitaña, tengo vocación de monja de claustro sin la religión de por medio, tengo vocación de huelguista encadenado a un edificio sin decir una sola palabra.
Confieso que bebí desconsoladamente y te maldije muchas noches. Y te juro que fumé y te pedí perdón un montón de amaneceres después.
Hice una torre de naipes y te olvidé y te enterré, pero a veces me he dado el trabajo desconsolador de desenterrarte. Y cometí el pecado mortal de defenderte frente a mis amigos, aunque bien sabemos que no lo merecías, porque fuiste cruel. Realmente cruel.
Un día caminé kilometros y kilometros desde mi casa, compré dulces y se los di a un perro, porque me asqueé del azúcar que endulza las cosas de forma tan glotona y tan falsa.
Y te puedo asegurar que me maté y que quise recuperarme tal como era, aunque era imposible. Uno jamás vuelve a ser como era antes de una gran crisis. Uno jamás vuelve a tener la misma sonrisa en cada foto. Uno jamás piensa en los amigos de la misma forma tras cada llanto, cada sonrisa, cada traición, cada caminata de noche. Ni tu reflejo piensa lo mismo de ti, antes de ponerte el maquillaje y después de sacártelo.
Tenía que decir que mientras compraba papel higiénico se me ocurrió que quizás nos volvíamos pequeños, cada vez más. Que quizás estábamos olvidándonos de algo, de algo importante, que no nos enseñaban en las escuelas.
Tuve miedo de tantas cosas. Tuve miedo de nosotros, de ellos, de mí, de ti, de él. Y me empequeñecí hasta hacerme microscópica.
Tuve miedo de las paradojas, que nos dicen tan a menudo la verdad real, que dan escalofríos como terremotos en el cuerpo.
Pero me detuve también y miré mis fotos. Había algunas de cuando éramos niños y todo parecía más intacto y más nuevo, como recién sacado del envoltorio, como cuando recién abres un libro y sus páginas resultan incorruptibles y tienen un olor delicioso. Antes de que las letras penetren el alma, antes de que la tinta se cuele a través de las hojas hacia los ojos y se incruste en la mente como una daga llena de dulces venenos.
Cuando las hadas eran hadas. Y la pasta de dientes era una tontería, porque no tenía nada que ver con la realidad más íntima de cada uno. Pagar las cuentas no estaba en los planes, aunque sí podíamos ir al banco con los padres y estar en una jungla del Amazonas.
Pero nada de eso importa, porque querer volver a atrás es lo mismo que querer morirse pronto. Hay algo en el pasado que nos llama constantemente y está bien. Pero hay que seguir. Hay que seguir, seguir, seguir hasta encontrarse. Hasta encontrarnos.
¿Y ahora qué?
La vida se nos aparece de improviso y nos abofetea y qué importa. Nos pega y qué importa. Golpe, sonrisa, golpe, sonrisa, nos pega una patada y soltamos una carcajada a cambio.
No hace falta decir más. La magia se me presentó un día, mientras miraba un amanecer con unos amigos. Supe que ninguno de nosotros sería famoso probablemente, que quizás nadie nos conocía más allá de nuestras familias, que ninguno sería rico o saldría en la tele, que ninguno era una estrella de rock ni viajaba por el mundo...pero allí estábamos juntos, tomados de la mano, con las mismas dudas...y todas las posibilidades caían a nuestros pies. Vi un poco de mis ojos marcado por el fracaso antiguo, pero no me importó.
Pensé...la magia debe estar aquí, en este amanecer frío con los amigos un poco ebrios, en el sentir que todo puede ser tan perfecto como uno quiera (y la perfección no es nada más que esa imperfección que nos abrasa), sin necesidad del cuidado enfermizo de cada detalle.
Porque, estos amigos, estos grandes lunáticos, estos grandes héroes anónimos, me han encontrado y yo los encontré, porque permanecen y no son eternos, porque cada uno de nosotros tiene una sola vida y morirá algún día, porque respiramos con ansia y reímos hasta que nos da hipo...lo otro no importa.
Las hadas ya no son las que vienen a salvarnos.

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