Yo de pronto he caído sobre este sentido que no tiene nada de su nombre. Como Dante cayó al infierno, así caigo entre tus ojos, tu mirada me parte el núcleo más íntimo de mi existencia insignificante.
Me parece que camino en un desierto, lleno de preguntas, lleno de respuestas al azar, ninguna que calce, ninguna que llueva suavemente sobre mi interior y lo alivie de este fuego espantoso que lo consume.
Llegué hasta acá, hasta esta ciudad bulliciosa y torbellinezca, con la apariencia impertérrita, con la mirada grisácea y serena como un mar ficticio sin olas, cayendo de a poco, profundamente, pero con la sensación de calma, siempre calma, maldita calma. Tú miras mi rostro y piensas que nada diré, que soy sumisa, que estoy tranquila, pero yo ardo por dentro y nada puedo hacer para detener este incendio lleno de agujas intocables.
Me paseo por la casa que no es mía en la ciudad extraña, emigré y me fue pegada al cuerpo como un órgano muerto y falso, una mutación...una pieza inconexa... allá me ves, mirando los espejos del centro comercial con la mirada perdida.
Busco algo, no sé qué.
Quizás es que no me reconozco, aunque llevo siempre este abrigo café que me hace parecer, a veces un ave enferma; a veces, un ratón que se esconde en medio de la oscuridad. Bendita oscuridad, protectora de mi pecho en ruinas.
Y entonces...¿hay entonces?
Me paseo por la casa que no es mía en la ciudad extraña, emigré y me fue pegada al cuerpo como un órgano muerto y falso, una mutación...una pieza inconexa... allá me ves, mirando los espejos del centro comercial con la mirada perdida.
Busco algo, no sé qué.
Quizás es que no me reconozco, aunque llevo siempre este abrigo café que me hace parecer, a veces un ave enferma; a veces, un ratón que se esconde en medio de la oscuridad. Bendita oscuridad, protectora de mi pecho en ruinas.
Y entonces...¿hay entonces?
Entonces, la ciudad refleja lo que yo tengo dentro, pero mi mirada sigue fija, sin expresión, sin alma, la máscara perfecta para un interior perturbador y lleno de grietas.
Una vez quise rogarte, quise suplicarte que me salvaras. Pero quizás también siempre estuve cómoda con la idea de la oscuridad que lo corrompe todo, que lo destruye todo, que lo mata todo y se oculta, tan suave, tan tierna, tan misericordiosa al mismo tiempo. Su abrazo me atraganta y me llena de leche la boca. Leche cortada.
Esa indescifrable sensación de querer sufrir sin querer hacerlo, de ser clavada, maniatada, matada delante de todos y exhibida en la plaza pública. Te pedí, córtame y no quisiste hacerlo. Te pedí, golpéame y no lo has hecho. Te pedí, tómame las manos y arráncamelas, y no pudiste. Pero aún con todo ese no querer, no poder, no hacer...tú me mataste bien. Me cortaste bien, me golpeaste bien. Las heridas de mi cuerpo has enaltecido. Me elevaste al punto de la destrucción. Me extasiaste al punto de la asfixia.
Tiemblo entonces, como tiembla mi tierra. Pero yo no sé por qué he de temblar tanto. No sé por qué se me ha de inflamar tanto el corazón, hasta que alcanza las paredes que forman las costillas y me duele. Me duele mucho, porque quiere transformarse en instrumento de tortura ya.
Y has huido, yo lo sé, despavorida, despavorido, mirando atrás, pero sin volver. Me recordaste el sueño de mi infancia.
Y, sí. Y, no.
No. No. No.
No te lo impedí, porque sabía que tenías derecho a salvarte como yo he querido a veces, golpeando el espejo con rabia enferma, sin poder hacerlo trizas, porque una vez roto se vuelve a armar espantosamente, sin remedio, con su mirada siniestra y su sonrisa imborrable. Su contenido es líquido como lo es mi mente a veces, dándose vueltas por el mundo y volviendo innegablemente al lugar de nacimiento y de muerte. Llegará el día en que no viajará más la suave corriente, porque quizás se le sequen las dudas y todo se quede en silencio. No sé...duda, sostiene mi cuerpo, mientras me dejo acariciar por el aire a mi alrededor.
Esa indescifrable sensación de querer sufrir sin querer hacerlo, de ser clavada, maniatada, matada delante de todos y exhibida en la plaza pública. Te pedí, córtame y no quisiste hacerlo. Te pedí, golpéame y no lo has hecho. Te pedí, tómame las manos y arráncamelas, y no pudiste. Pero aún con todo ese no querer, no poder, no hacer...tú me mataste bien. Me cortaste bien, me golpeaste bien. Las heridas de mi cuerpo has enaltecido. Me elevaste al punto de la destrucción. Me extasiaste al punto de la asfixia.
Tiemblo entonces, como tiembla mi tierra. Pero yo no sé por qué he de temblar tanto. No sé por qué se me ha de inflamar tanto el corazón, hasta que alcanza las paredes que forman las costillas y me duele. Me duele mucho, porque quiere transformarse en instrumento de tortura ya.
Y has huido, yo lo sé, despavorida, despavorido, mirando atrás, pero sin volver. Me recordaste el sueño de mi infancia.
Y, sí. Y, no.
No. No. No.
No te lo impedí, porque sabía que tenías derecho a salvarte como yo he querido a veces, golpeando el espejo con rabia enferma, sin poder hacerlo trizas, porque una vez roto se vuelve a armar espantosamente, sin remedio, con su mirada siniestra y su sonrisa imborrable. Su contenido es líquido como lo es mi mente a veces, dándose vueltas por el mundo y volviendo innegablemente al lugar de nacimiento y de muerte. Llegará el día en que no viajará más la suave corriente, porque quizás se le sequen las dudas y todo se quede en silencio. No sé...duda, sostiene mi cuerpo, mientras me dejo acariciar por el aire a mi alrededor.
Y pienso, pienso, pienso, jamás dejo de pensar en llamas, jamás dejo de sentir como algo se quiebra dentro de mí y sigue su curso, como si no doliera. ¿Cómo es que me paro frente a ustedes con la mirada lejana sin hacerme mil pedazos de tantas grietas sostenidas por años? No tengo idea. No tengo idea de por qué la desesperación no se ha atrevido a cruzar mi puerta simple y llanamente, prefiriendo siempre jugar a la rayuela, descubriéndose infantil, juguetona, graciosa, tierna, tanto que me dan ganas de abrazarla amorosamente y estrangularla mientras tanto.
Y yo, yo, yo, siempre soy yo tiritando de frío frente a los miedos de siempre. Siempre, siempre y nunca. Cayendo despacio en una caída libre de 0 kilómetros por segundo. A veces quisiera la muerte final, pero me defiendo por una estúpida tradición de años de sobrevivencia sin motivo. ¿De qué sirve sobrevivir? ¿Qué mérito tiene prolongar la vida que desea la muerte constantemente?
Y sí, no te detuve, es cierto. Mi culpa, mi pecado, mi responsabilidad, mi razón. Pero, a veces, en las noches te llamo, te grito en sueños, que vuelvas, que vuelvas, que me des otra oportunidad para decirte que te quiero, que te amo y que siempre ha sido así, que siempre lo será, que si mi rostro no lo grita, lo han gritado mis entrañas.
Que estoy encerrada hasta las raíces en esta apariencia de calma total, abrasándome en una jaula hermética, cerrada al vacío, incapaz de comprender el por qué, incapaz de hallar la cura. Una vida anciana llena de sentimientos ancianos, de miradas lejanas, de la sensación de haber vivido ya demasiado y quedarse sin tiempo, todo eso, oculto tras un rostro infantil y tonto, carente de vísceras, lleno de ángel con la certeza de saberse malvada o, al menos manchada, hasta el último hueso.
Pero es verdad. Tú lo sabes. Tú sabes que en realidad nuestra relación nunca existió. Que nunca te tuve. Que nunca fuiste mi hermano, mi profesor, mi amante, mi amigo, amiga, mi conocido cercano, mi pariente muerto.
No, tú lo sabes.
Sabes, cuando te llamo de noche, que nuestro afecto no existió, que yo una vez te soñé y te amé allí, pero que la ilusión no bastó para consolar mi falta de alma, mi falta de amigos, mi falta de relaciones ciertas. Todas ellas han estado en mi imaginario triste. Todos los fracasos se han plantado ante mí, chocando las narices, oliendo el miedo, tocando la carne desollada, lamiendo la sangre con placer y me han saludado con la mano, como desafiándome a que me atreva con nuevos intentos que no tienen nada de reales. Yo fracasé antes, es cierto, pero no lo intenté nuevamente más que en imaginarios colectivos, llenos de basura pseudo-poética.
No, tú lo sabes.
Sabes, cuando te llamo de noche, que nuestro afecto no existió, que yo una vez te soñé y te amé allí, pero que la ilusión no bastó para consolar mi falta de alma, mi falta de amigos, mi falta de relaciones ciertas. Todas ellas han estado en mi imaginario triste. Todos los fracasos se han plantado ante mí, chocando las narices, oliendo el miedo, tocando la carne desollada, lamiendo la sangre con placer y me han saludado con la mano, como desafiándome a que me atreva con nuevos intentos que no tienen nada de reales. Yo fracasé antes, es cierto, pero no lo intenté nuevamente más que en imaginarios colectivos, llenos de basura pseudo-poética.
Yo te amaba, pero ya no sé dónde estuviste, si fuiste un pasado lejano o solo te inventé para consolarme de mi soledad que se maquilla de rostros.
Porque yo camino entre las calles, atravieso las puertas, me aviento contra ventanas, fumo en los patios, discuto en las asambleas de la facultades y a nada pertenezco en realidad. Les hablo, les abrazo, les beso, les toco, pero no puedo llegar a sus almas. Me siento colmada, rebosada de vacío. Me siento ascética, pero sucia hasta la médula.
Una vez fui madre de un hijo que murió pronto y lo despedí tiernamente con una canción de cuna antes de cerrar los ojos. Pero luego pensé que quizás lo había visto en un programa de televisión antiguo.
Una vez fui hija y me comporté mal con mis padres. Fui rebelde, fumé, bebí, me drogué. Abandoné 4 carreras, tiré por la borda los ahorros, escupí en su cara sus palabras amorosas y me fui una noche de julio, sin dejar cartas, sin dar abrazos. Y después morí sola, con la certeza de que ellos aún me buscaban tristes, destrozados, sin comprender el por qué de mi maldad hacia ellos. Pero luego pensé que quizás lo imaginé una tarde en que estaba aburrida y nunca tuve padres, fui huérfana desde un inicio.
Una vez me hice monja y dejé que Dios se me colara por los ojos, por la nariz, por las orejas. Penetró la médula misma de mi columna vertebral, inundó de luz los espacios. Pero también se hizo pedazos el cielo de mi capilla. Porque...allí, en el altar, estaba la certeza lujuriosa de que quería ver el mundo, saborear los libros prohibidos, besar las bocas llenas de palabras pecaminosas como manjares. Porque allí...allí estaba yo, preguntándome si Dorian Gray habría pensado lo mismo, mirando mi rostro lozano y preguntándome si acaso el rostro es ese mismo, mismo, mismo y extraño, mientras que por dentro está la podredumbre echando raíces y subiendo como enredadera a través de mis músculos.
Pero, quizás no lo he vivido y solo fue una leyenda urbana que me contaron mis abuelos.
Quizás nunca nada he vivido. Quizás estuve conectada a una pantalla de deseos, llenándome de espasmos, llenándome de bellezas inflamables, llenándome de experiencias que nunca me dejaron tener, porque debía ser útil para otras cosas. Un recipiente de la vida, que ha sido colmado con burbujas.
Quizás... fui yo, pariéndome a mí misma y luego, abortándome siempre.
Una vez me hice monja y dejé que Dios se me colara por los ojos, por la nariz, por las orejas. Penetró la médula misma de mi columna vertebral, inundó de luz los espacios. Pero también se hizo pedazos el cielo de mi capilla. Porque...allí, en el altar, estaba la certeza lujuriosa de que quería ver el mundo, saborear los libros prohibidos, besar las bocas llenas de palabras pecaminosas como manjares. Porque allí...allí estaba yo, preguntándome si Dorian Gray habría pensado lo mismo, mirando mi rostro lozano y preguntándome si acaso el rostro es ese mismo, mismo, mismo y extraño, mientras que por dentro está la podredumbre echando raíces y subiendo como enredadera a través de mis músculos.
Pero, quizás no lo he vivido y solo fue una leyenda urbana que me contaron mis abuelos.
Quizás nunca nada he vivido. Quizás estuve conectada a una pantalla de deseos, llenándome de espasmos, llenándome de bellezas inflamables, llenándome de experiencias que nunca me dejaron tener, porque debía ser útil para otras cosas. Un recipiente de la vida, que ha sido colmado con burbujas.
Quizás... fui yo, pariéndome a mí misma y luego, abortándome siempre.
Una vez pensé que te amaba, pero luego se me ocurrió que todo es ficticio en esta vida o que me he mentido tanto para no caerme a pedazos y poder permanecer en pie, que ya no sé distinguir la fantasía de la realidad.
Y ardo, ardo, pero no sé cómo este fuego sobrevive si mientras tanto se me congelan las manos y tiemblo de frío. Me siento el fénix cubierto de una capa de hielo, que no se amedrenta por el fuego intenso que palmotea en su interior. Un hielo eterno como los glaciares.
Ellos me miran, no dicen nada. También se miran entre ellos. ¿Será que creen que he perdido la razón?
Probablemente, o quizás tampoco existió eso. ¿Qué es la razón? ¿Qué es estar parado aquí ahora, mirando hacia arriba la infinitud celeste y su silencio que se ríe de nosotros? ¿Qué es amarte, qué es tocarte, qué es alcanzarte mientras te lanzas de esa casa hacia abajo y yo te miro, cabizbajo, cabizbaja, sin poderte responder? Dime tú, que pareces más seguro, ¿soy hombre o mujer?
Temí que un día te acercaras a mí y me dijeras que en realidad todo esto ha pasado. Que no fue quimera, que no fue invención mía, que no fue que te viera distante pasar todos los días, sino que vivimos juntos, tuvimos una historia juntos, paseamos juntos por las veredas llenas de incertidumbre, llenas de rutina, llenas de odio hacia la humanidad.
Temía que me dijeras que, de verdad, de verdad, estuve ahí cuando te marchaste. Cuando me dijiste que no había nada que hacer, que lo nuestro estaba muerto, que lo nuestro había expirado como si las relaciones, el alma, el corazón o lo que sea, fuera realmente desechable. Temía que entonces yo supiera que no fui tras de ti, que no me abalancé sobre tus piernas y te supliqué que te quedaras.
Porque entonces...¿Cómo sigo aquí? ¿Cómo puedo seguir avanzando ante la brutal certeza de que no tuve el valor para correr a tus brazos, por última vez?
Pero qué va. Qué inútil es todo.
Te despedí con la mano en el paradero de micro. Como siempre, tenías esa mirada calma, fría, tranquila...llevabas un abrigo café, llevabas encima un rostro infantil...lozano...
Te despedí con la mano en el paradero de micro. Como siempre, tenías esa mirada calma, fría, tranquila...llevabas un abrigo café, llevabas encima un rostro infantil...lozano...
Me extrañé un poco. ¿En serio? ¿Qué es lo que estoy viendo ahora?
Creí ver mis ojos apareciendo de a poco en tu cara, mi boca ensayando una sonrisa cínica, mi frente, mi cabello despeinado y suelto. Dorian Gray se ríe en mis oídos, pero lo espanto como a una mosca. Se me hiela la sangre por el terror.
Creí ver mis ojos apareciendo de a poco en tu cara, mi boca ensayando una sonrisa cínica, mi frente, mi cabello despeinado y suelto. Dorian Gray se ríe en mis oídos, pero lo espanto como a una mosca. Se me hiela la sangre por el terror.
No puede ser.
Te ríes por fin, cruel. Y yo caigo espantada. No puedo creer que haya sido cierto, no puedo creer que te hayas llevado hasta mi ser contigo, dejándome aquí. No puede ser.
Un rictus de pánico se dibuja ahora en mi rostro blanquecino, que se va difuminando. Palpo mis facciones y no las encuentro. ¿Dónde están mis cabellos? Se los ha llevado el viento.
Siento el crujido final. Las piernas comienzan a temblar y gradualmente, van desmembrándose. Un estruendo de vidrios rotos les sigue. Mi dorso se equilibra en el espectro del aire, de la mirada de todos, en el auto que pasa y susurra sonetos.
Siento el crujido final. Las piernas comienzan a temblar y gradualmente, van desmembrándose. Un estruendo de vidrios rotos les sigue. Mi dorso se equilibra en el espectro del aire, de la mirada de todos, en el auto que pasa y susurra sonetos.
Yo te tuve, sí. Pero no más de lo que tú me has tenido.
¿Y ahora qué hacer?
De a poco me trizo, me agujereo, la oscuridad atraviesa mis grietas y cual bomba, me revienta hasta el más íntimo de los secretos.
Qué vulgar desaparecer en un paradero de micro, me digo. Qué vulgar hablarte de amor a ti.
Dios mío, ¡por qué! ¿Que acaso a nadie le conmueve el estruendo de mis huesos haciéndose añicos contra el pavimento? ¿Que acaso los autos no se detendrán y seguirán pasando encima de mis restos, aferrados al último aliento, sin uñas, sin dientes, sin sangre? ¿Que acaso nadie dirá una oración por mí, una palabra afectuosa, un testimonio de mi paso por el mundo?
Mi rostro calmo. Sí, lo último. El fuego se ha diseminado, ha ido a incendiarse eternamente a otro lugar. Solo mi boca queda para decir algo, fervorosa: ¡yo te quise, hija de puta, hijo de puta! Yo nací de la misma sangre de tus mismas entrañas, nos une el cordón umbilical de la identidad, nos une la placenta de los recuerdos, la memoria, nos une el adn entretejido de cortejos fúnebres, nos une la misma silueta, la misma figura, el mismo rostro tonto e infantil. ¿Me dejas aquí para irte dónde? ¿Qué quieres buscar? ¿Qué quieres demostrar cambiando tanto?
Pero sí, ahora me río. Brutalmente, he cambiado de escenario, en la micro me siento solemne, dispuesta a saborear el rito. A esa, a esa pobre parte de mí la he despedido y nuestra relación negaré si me lo preguntan. Porque las yo que he matado, el amor que se ha ido con ellas, se pierde conmigo y poco a poco, aparece una cáscara, sin pulpa, vacía. Quedará entonces un día, una foto, una conversación simple, un despojo de cuerpo de mí y todas esas yo superpuestas en algún momento, abandonadas en otro y consumidas de la manera más cruel posible, vendrán a buscarme a este infierno, donde vivimos todos los que nos vamos quedando sin aliento. La resignación, la rutina, la vida misma nos abate las moradas. Yo debo volver a trabajar ahora, yo debo volver a estudiar, a ser productiva... de las otras, nada. A veces las recuerdo, cuando susurra el viento algún lamento, pero aquí sigo, como la ceniza disuelta en el agua, como el recado perdido, como el edificio que se derrumba y nunca es reconstruido, como la casa olvidada de las yo antiguas.
La brizna de polvo se ha petrificado en la palma de mi mano. No hay tiempo, no hay lugar, no hay tierra, ni tampoco hay mar. Las olas se mecen o detenidas están, tampoco había cuerpo, ni rostro, ni mirada. Solo duda.
La brizna de polvo se ha petrificado en la palma de mi mano. No hay tiempo, no hay lugar, no hay tierra, ni tampoco hay mar. Las olas se mecen o detenidas están, tampoco había cuerpo, ni rostro, ni mirada. Solo duda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario