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viernes, 26 de junio de 2015

Mar ficticio y el fuego que huye

Yo de pronto he caído sobre este sentido que no tiene nada de su nombre. Como Dante cayó al infierno, así caigo entre tus ojos, tu mirada me parte el núcleo más íntimo de mi existencia insignificante.
Me parece que camino en un desierto, lleno de preguntas, lleno de respuestas al azar, ninguna que calce, ninguna que llueva suavemente sobre mi interior y lo alivie de este fuego espantoso que lo consume.
Llegué hasta acá, hasta esta ciudad bulliciosa y torbellinezca, con la apariencia impertérrita, con la mirada grisácea y serena como un mar ficticio sin olas, cayendo de a poco, profundamente, pero con la sensación de calma, siempre calma, maldita calma. Tú miras mi rostro y piensas que nada diré, que soy sumisa, que estoy tranquila, pero yo ardo por dentro y nada puedo hacer para detener este incendio lleno de agujas intocables.
Me paseo por la casa que no es mía en la ciudad extraña, emigré y me fue pegada al cuerpo como un órgano muerto y falso, una mutación...una pieza inconexa... allá me ves, mirando los espejos del centro comercial con la mirada perdida.
Busco algo, no sé qué.
Quizás es que no me reconozco, aunque llevo siempre este abrigo café que me hace parecer, a veces un ave enferma; a veces, un ratón que se esconde en medio de la oscuridad. Bendita oscuridad, protectora de mi pecho en ruinas.
Y entonces...¿hay entonces?
Entonces, la ciudad refleja lo que yo tengo dentro, pero mi mirada sigue fija, sin expresión, sin alma, la máscara perfecta para un interior perturbador y lleno de grietas.
Una vez quise rogarte, quise suplicarte que me salvaras. Pero quizás también siempre estuve cómoda con  la idea de la oscuridad que lo corrompe todo, que lo destruye todo, que lo mata todo y se oculta, tan suave, tan tierna, tan misericordiosa al mismo tiempo. Su abrazo me atraganta y me llena de leche la boca. Leche cortada.
Esa indescifrable sensación de querer sufrir sin querer hacerlo, de ser clavada, maniatada, matada delante de todos y exhibida en la plaza pública. Te pedí, córtame y no quisiste hacerlo. Te pedí, golpéame y no lo has hecho. Te pedí, tómame las manos y arráncamelas, y no pudiste. Pero aún con todo ese no querer, no poder, no hacer...tú me mataste bien. Me cortaste bien, me golpeaste bien. Las heridas de mi cuerpo has enaltecido. Me elevaste al punto de la destrucción. Me extasiaste al punto de la asfixia.
Tiemblo entonces, como tiembla mi tierra. Pero yo no sé por qué he de temblar tanto. No sé por qué se me ha de inflamar tanto el corazón, hasta que alcanza las paredes que forman las costillas y me duele. Me duele mucho, porque quiere transformarse en instrumento de tortura ya.
Y has huido, yo lo sé, despavorida, despavorido, mirando atrás, pero sin volver. Me recordaste el sueño de mi infancia.
Y, sí. Y, no.
No. No. No.
No te lo impedí, porque sabía que tenías derecho a salvarte como yo he querido a veces, golpeando el espejo con rabia enferma, sin poder hacerlo trizas, porque una vez roto se vuelve a armar espantosamente, sin remedio, con su mirada siniestra y su sonrisa imborrable. Su contenido es líquido como lo es mi mente a veces, dándose vueltas por el mundo y volviendo innegablemente al lugar de nacimiento y de muerte. Llegará el día en que no viajará más la suave corriente, porque quizás se le sequen las dudas y todo se quede en silencio. No sé...duda, sostiene mi cuerpo, mientras me dejo acariciar por el aire a mi alrededor. 
Y pienso, pienso, pienso, jamás dejo de pensar en llamas, jamás dejo de sentir como algo se quiebra dentro de mí y sigue su curso, como si no doliera. ¿Cómo es que me paro frente a ustedes con la mirada lejana sin hacerme mil pedazos de tantas grietas sostenidas por años? No tengo idea. No tengo idea de por qué la desesperación no se ha atrevido a cruzar mi puerta simple y llanamente, prefiriendo siempre jugar a la rayuela, descubriéndose infantil, juguetona, graciosa, tierna, tanto que me dan ganas de abrazarla amorosamente y estrangularla mientras tanto.
Y yo, yo, yo, siempre soy yo tiritando de frío frente a los miedos de siempre. Siempre, siempre y nunca. Cayendo despacio en una caída libre de 0 kilómetros por segundo. A veces quisiera la muerte final, pero me defiendo por una estúpida tradición de años de sobrevivencia sin motivo. ¿De qué sirve sobrevivir? ¿Qué mérito tiene prolongar la vida que desea la muerte constantemente?
Y sí, no te detuve, es cierto. Mi culpa, mi pecado, mi responsabilidad, mi razón. Pero, a veces, en las noches te llamo, te grito en sueños, que vuelvas, que vuelvas, que me des otra oportunidad para decirte que te quiero, que te amo y que siempre ha sido así, que siempre lo será, que si mi rostro no lo grita, lo han gritado mis entrañas.
Que estoy encerrada hasta las raíces en esta apariencia de calma total, abrasándome en una jaula hermética, cerrada al vacío, incapaz de comprender el por qué, incapaz de hallar la cura. Una vida anciana llena de sentimientos ancianos, de miradas lejanas, de la sensación de haber vivido ya demasiado y quedarse sin tiempo, todo eso, oculto tras un rostro infantil y tonto, carente de vísceras, lleno de ángel con la certeza de saberse malvada o, al menos manchada, hasta el último hueso.
Pero es verdad. Tú lo sabes. Tú sabes que en realidad nuestra relación nunca existió. Que nunca te tuve. Que nunca fuiste mi hermano, mi profesor, mi amante, mi amigo, amiga, mi conocido cercano, mi pariente muerto.
No, tú lo sabes.
Sabes, cuando te llamo de noche, que nuestro afecto no existió, que yo una vez te soñé y te amé allí, pero que la ilusión no bastó para consolar mi falta de alma, mi falta de amigos, mi falta de relaciones ciertas. Todas ellas han estado en mi imaginario triste. Todos los fracasos se han plantado ante mí, chocando las narices, oliendo el miedo, tocando la carne desollada, lamiendo la sangre con placer y me han saludado con la mano, como desafiándome a que me atreva con nuevos intentos que no tienen nada de reales. Yo fracasé antes, es cierto, pero no lo intenté nuevamente más que en imaginarios colectivos, llenos de basura pseudo-poética.
Yo te amaba, pero ya no sé dónde estuviste, si fuiste un pasado lejano o solo te inventé para consolarme de mi soledad que se maquilla de rostros.
Porque yo camino entre las calles, atravieso las puertas, me aviento contra ventanas, fumo en los patios, discuto en las asambleas de la facultades y a nada pertenezco en realidad. Les hablo, les abrazo, les beso, les toco, pero no puedo llegar a sus almas. Me siento colmada, rebosada de vacío. Me siento ascética, pero sucia hasta la médula.
Una vez fui madre de un hijo que murió pronto y lo despedí tiernamente con una canción de cuna antes de cerrar los ojos. Pero luego pensé que quizás lo había visto en un programa de televisión antiguo.
Una vez fui hija y me comporté mal con mis padres. Fui rebelde, fumé, bebí, me drogué. Abandoné 4 carreras, tiré por la borda los ahorros, escupí en su cara sus palabras amorosas y me fui una noche de julio, sin dejar cartas, sin dar abrazos. Y después morí sola, con la certeza de que ellos aún me buscaban tristes, destrozados, sin comprender el por qué de mi maldad hacia ellos. Pero luego pensé que quizás lo imaginé una tarde en que estaba aburrida y nunca tuve padres, fui huérfana desde un inicio.
Una vez me hice monja y dejé que Dios se me colara por los ojos, por la nariz, por las orejas. Penetró la médula misma de mi columna vertebral, inundó de luz los espacios. Pero también se hizo pedazos el cielo de mi capilla. Porque...allí, en el altar, estaba la certeza lujuriosa de que quería ver el mundo, saborear los libros prohibidos, besar las bocas llenas de palabras pecaminosas como manjares. Porque allí...allí estaba yo, preguntándome si Dorian Gray habría pensado lo mismo, mirando mi rostro lozano y preguntándome si acaso el rostro es ese mismo, mismo, mismo y extraño, mientras que por dentro está la podredumbre echando raíces y subiendo como enredadera a través de mis músculos.
Pero, quizás no lo he vivido y solo fue una leyenda urbana que me contaron mis abuelos.
Quizás nunca nada he vivido. Quizás estuve conectada a una pantalla de deseos, llenándome de espasmos, llenándome de bellezas inflamables, llenándome de experiencias que nunca me dejaron tener, porque debía ser útil para otras cosas. Un recipiente de la vida, que ha sido colmado con burbujas.
Quizás... fui yo, pariéndome a mí misma y luego, abortándome siempre.
Una vez pensé que te amaba, pero luego se me ocurrió que todo es ficticio en esta vida o que me he mentido tanto para no caerme a pedazos y poder permanecer en pie, que ya no sé distinguir la fantasía de la realidad.
Y ardo, ardo, pero no sé cómo este fuego sobrevive si mientras tanto se me congelan las manos y tiemblo de frío. Me siento el fénix cubierto de una capa de hielo, que no se amedrenta por el fuego intenso que palmotea en su interior. Un hielo eterno como los glaciares.
Ellos me miran, no dicen nada. También se miran entre ellos. ¿Será que creen que he perdido la razón?
Probablemente, o quizás tampoco existió eso. ¿Qué es la razón? ¿Qué es estar parado aquí ahora, mirando hacia arriba la infinitud celeste y su silencio que se ríe de nosotros? ¿Qué es amarte, qué es tocarte, qué es alcanzarte mientras te lanzas de esa casa hacia abajo y yo te miro, cabizbajo, cabizbaja, sin poderte responder? Dime tú, que pareces más seguro, ¿soy hombre o mujer?
Temí que un día te acercaras a mí y me dijeras que en realidad todo esto ha pasado. Que no fue quimera, que no fue invención mía, que no fue que te viera distante pasar todos los días, sino que vivimos juntos, tuvimos una historia juntos, paseamos juntos por las veredas llenas de incertidumbre, llenas de rutina, llenas de odio hacia la humanidad.
Temía que me dijeras que, de verdad, de verdad, estuve ahí cuando te marchaste. Cuando me dijiste que no había nada que hacer, que lo nuestro estaba muerto, que lo nuestro había expirado como si las relaciones, el alma, el corazón o lo que sea, fuera realmente desechable. Temía que entonces yo supiera que no fui tras de ti, que no me abalancé sobre tus piernas y te supliqué que te quedaras.
Porque entonces...¿Cómo sigo aquí? ¿Cómo puedo seguir avanzando ante la brutal certeza de que no tuve el valor para correr a tus brazos, por última vez?
Pero qué va. Qué inútil es todo.
Te despedí con la mano en el paradero de micro. Como siempre, tenías esa mirada calma, fría, tranquila...llevabas un abrigo café, llevabas encima un rostro infantil...lozano...
Me extrañé un poco. ¿En serio? ¿Qué es lo que estoy viendo ahora?
Creí ver mis ojos apareciendo de a poco en tu cara, mi boca ensayando una sonrisa cínica, mi frente, mi cabello despeinado y suelto. Dorian Gray se ríe en mis oídos, pero lo espanto como a una mosca. Se me hiela la sangre por el terror.
No puede ser.
Te ríes por fin, cruel. Y yo caigo espantada. No puedo creer que haya sido cierto, no puedo creer que te hayas llevado hasta mi ser contigo, dejándome aquí. No puede ser.
Un rictus de pánico se dibuja ahora en mi rostro blanquecino, que se va difuminando. Palpo mis facciones y no las encuentro. ¿Dónde están mis cabellos? Se los ha llevado el viento.
Siento el crujido final. Las piernas comienzan a temblar y gradualmente, van desmembrándose. Un estruendo de vidrios rotos les sigue. Mi dorso se equilibra en el espectro del aire, de la mirada de todos, en el auto que pasa y susurra sonetos.
Yo te tuve, sí. Pero no más de lo que tú me has tenido.
¿Y ahora qué hacer?
De a poco me trizo, me agujereo, la oscuridad atraviesa mis grietas y cual bomba, me revienta hasta el más íntimo de los secretos.
Qué vulgar desaparecer en un paradero de micro, me digo. Qué vulgar hablarte de amor a ti.
Dios mío, ¡por qué! ¿Que acaso a nadie le conmueve el estruendo de mis huesos haciéndose añicos contra el pavimento? ¿Que acaso los autos no se detendrán y seguirán pasando encima de mis restos, aferrados al último aliento, sin uñas, sin dientes, sin sangre? ¿Que acaso nadie dirá una oración por mí, una palabra afectuosa, un testimonio de mi paso por el mundo? 
Mi rostro calmo. Sí, lo último. El fuego se ha diseminado, ha ido a incendiarse eternamente a otro lugar. Solo mi boca queda para decir algo, fervorosa: ¡yo te quise, hija de puta, hijo de puta! Yo nací de la misma sangre de tus mismas entrañas, nos une el cordón umbilical de la identidad, nos une la placenta de los recuerdos, la memoria, nos une el adn entretejido de cortejos fúnebres, nos une la misma silueta, la misma figura, el mismo rostro tonto e infantil. ¿Me dejas aquí para irte dónde? ¿Qué quieres buscar? ¿Qué quieres demostrar cambiando tanto?
Pero sí, ahora me río. Brutalmente, he cambiado de escenario, en la micro me siento solemne, dispuesta a saborear el rito. A esa, a esa pobre parte de mí la he despedido y nuestra relación negaré si me lo preguntan. Porque las yo que he matado, el amor que se ha ido con ellas, se pierde conmigo y poco a poco, aparece una cáscara, sin pulpa, vacía. Quedará entonces un día, una foto, una conversación simple, un despojo de cuerpo de mí y todas esas yo superpuestas en algún momento, abandonadas en otro y consumidas de la manera más cruel posible, vendrán a buscarme a este infierno, donde vivimos todos los que nos vamos quedando sin aliento. La resignación, la rutina, la vida misma nos abate las moradas. Yo debo volver a trabajar ahora, yo debo volver a estudiar, a ser productiva... de las otras, nada. A veces las recuerdo, cuando susurra el viento algún lamento, pero aquí sigo, como la ceniza disuelta en el agua, como el recado perdido, como el edificio que se derrumba y nunca es reconstruido, como la casa olvidada de las yo antiguas.
La brizna de polvo se ha petrificado en la palma de mi mano. No hay tiempo, no hay lugar, no hay tierra, ni tampoco hay mar. Las olas se mecen o detenidas están, tampoco había cuerpo, ni rostro, ni mirada. Solo duda.
Mátame ahora, entonces, bórrame, desgárrame... muérdeme ahora y que no quede nada. Los restos, tíraselos a los perros.



martes, 23 de junio de 2015

El hombre que marchaba

Con la boca rota, ha caído el hombre que marchaba,
de su voz se escucha, una especie de lucha olvidada,
quién sabe dónde ha estado, quién sabe dónde ha ido,
solo se sabe que ahora, yace allí herido.
Yo tenía la mirada lejana,
perdidas las razones de todo camino,
pero siempre me había sentado,
en el borde de esa calle entonando un silbido.
Y yo vi cómo caía, yo vi cómo miraba
y me pregunté si acaso había alguna cosa que ignoraba.
A veces salí a la calle a entonar algún himno,
pero es verdad y ha sido cierto, que yo he tenido un mejor destino.
Allí yo me fumaba un cigarro y escuchaba en silencio los himnos,
pensando qué sucede con nosotros, hasta dónde crueles hemos sido.
El hombre que marchaba, con la boca rota a piedrazos,
gritando al gobierno que estaba cansado
de vivir de sus pedazos.
El hombre que caminaba, con la boca rota a cuchillazos,
un poco de indiferencia, un poco de comentario malintencionado,
o quedarse allí, cómodamente sentado,
mientras afuera llueve, truena, relampaguea
y nos cae el agua sobre las cabezas,
y nos cae y nos cae, y nos destroza la carne,
y nos destroza los huesos,
y nos arranca el pelo,
nos martillea los sesos.
La lluvia es un ácido de argumentos vacíos,
de pasar la mano y enterrar el cuchillo.
Un día, creí ver entre sombras,
que tenía la mano ensangrentada y húmeda,
cayendo de mí se veían unos pañuelos,
espesos y densos como la noche,
había voces a mi alrededor que gritaban y gritaban,
y entre ellas estaba la mía,
pero si miraba más allá veía caras de cera,
mirándonos de lejos, pero sin cambiar su expresión.
¿Es que están sordos? me dijo un niño que caminaba a mi lado,
tomado de la mano de su madre,
y no supe contestarle bien.
Pensé que podría haberle dicho muchas cosas,
pero tenía un nudo en la garganta que no me dejaba ni explicarme las cosas a mí misma.
Allá lejos se ven los hombres verdes,
protegidas sus almas de alguna cosa llamada humana,
pero no dicen nada tampoco,
están al acecho esperando que caigamos
para destrozarnos algo que no es físico,
pero que solo tocan desde nuestros cuerpos.
No sé si esté en ellos mismos el querer destrozarnos
o si solo están cegados por algo que los ahoga también.
Me pregunto que habrá en sus mentes
cuando levantan la mano contra otro,
o si latirá su corazón con la misma furia que el nuestro al escapar,
o si tendrán sangre sus venas,
o si querrán leer libros alguna noche para sus hijos que quizás también quieran marchar mañana.
No sé.
Me siento frente a esta caja donde se acumulan las imágenes de nuestra sociedad
y todo parece volverse turbio, cada vez más turbio.
Miro el cielo.
Con la boca rota, ha caído el hombre que marchaba, al suelo.
Al suelo la vida, al suelo la muerte,
al suelo, el deseo, el sueño,
el beso de quererte;
al suelo, consignas,
al suelo, llamados,
al suelo, tristezas de luchas y argumentos nunca ganados.
Al suelo, yo, al suelo tú.
No sé qué pensábamos,
quizás lo hicimos mal,
quizás no supimos qué camino tomar,
pero es verdad...queríamos salvar,
las historias, los besos, los libros
que ellos nos quieren ocultar.
Bajo la cabeza.
El hombre que marchaba yace inerte.
Y entonces, todo se ha quedado en silencio.
La oscuridad se ciñe frente a mí.
¿Qué queda amigo, qué queda por decir?
Él está muerto ya, pero su boca aún habla,
su boca se levanta,
se transforma en pájaro, se transforma en mariposa
y entonces yo miro y veo su hazaña,
porque las ideas no mueren y ni el tiempo las engaña.
El hombre que marchaba,
ahora marcho yo,
ahora somos todos y nunca dejamos de serlo,
porque él era nosotros,
desde un principio y hasta un final,
nuestra alma era una y recorría la tierra, el cielo y el mar.
La historia, la memoria y nuestro lugar...





Tu boca

Acá, que las hojas van cayendo a nuestro alrededor y no sabemos de dónde vienen.
Yo miré tu boca, miré tu boca, miré tu boca.
Yo miré tu boca y me he dejado caer.
El edificio es como un cuerpo vacío. De él brotan pasos ahogados en un mar de dudas.
Nos miramos de reojo, sabemos qué estamos haciendo. Sabemos a dónde queremos llegar.
El piano suena a nuestro paso clavando sus teclas en nuestras costillas.
Yo miré tu boca, miré tu boca, miré tu boca.
Yo miré tu boca y fui cayendo como un ave enjaulada que es lanzada del edificio.
Pero siempre sonreí ante tus preguntas afiladas.
Las hojas van cayendo dentro de mis ojos, pero no lo notas.
¿No ves dónde estamos parados?
Creí percibir que el suelo se hacía añicos y nuestros pies no tenían dónde ir.
Debo decir, tenía 8 años...
Debo decir, 8 años es mucho y nada de tiempo.
El juego de ingenio se para frente a mi cama con sus ojos siniestros. Tengo miedo.
Yo miré tu boca, miré tu boca, miré tu boca.
Se me cayeron las razones y quise recogerlas, pero no queda ya esperanza de conseguir algo.
8 años es demasiada juventud para un juego de ingenio siniestro sobre la cama.
Esto es un juego. Si pierdes, haremos la danza de la muerte sobre nuestras cabezas.
Y ya no vi tu boca. No vi tu boca, no vi tu boca.
Estaba demasiado preocupada tratando de que su otra boca no cayera sobre mí en mis pesadillas.
Temo que los secretos salgan huyendo espantados ahora.
Temo que la mano sobre la rodilla de la inocencia me haga caer una vez más.
Pero tú...pero tú...¿permaneces a mi lado ahora? ¿Ves cómo caen las hojas a nuestro alrededor, aunque no sepamos de dónde hemos venido hasta aquí?
Tenía miedo, pero la voz no me sale ahora.
Miré tu boca y deseé que fuese esta boca la boca antigua, que fuese esta boca la que caía sobre mí cuando los 8 años se alzaban sobre la tela real de lo que no se cuenta.
Pero no. Tú no digas lo que hemos dicho.
La oscuridad nos ocultará y nos hará estrellas de noche, lo suficientemente sólidas como para brillar en el mundo.
Lo suficientemente sólidas como para no desvanecerse en lágrimas calladas.
Miro tu boca, miro tu boca.
Pero no deseo besarla, aunque deseo besarla.
No deseo besarla, porque las sombras se van alzando a mi alrededor y temo caer más abajo de la tierra misma.
Temo que un día me despidas con la mano, diciéndome que he muerto. Que he muerto y que los recuerdos no me dejaron antes que yo a ellos.
Pero entonces...¿ves cómo se caen las hojas desde el techo hacia arriba? Parecen burbujas, te digo. Y tú sonríes. La verdad es que los muertos son los que caminan, no tengas miedo, me dices, que son los muertos los que abordan las micros, los que comen y duermen, los que miran tu boca, son los muertos los que se paran frente a mí con sus ojos llorosos. Los vivos están allá, en sus tumbas, descansando en paz, mientras nuestras palabras los sostienen, mientras nuestras frases les dan aliento.
Y yo veo tu boca, quisiera besarte, pero la muerte me lo impide. Estás lleno de gusanos, estás lleno de tierra.

domingo, 7 de junio de 2015

Hojas en el cabello

-Ella era muy bonita ¿sabe? ¿La conoce? Vivía en una casa, rodeada de árboles y llevaba siempre el cabello despeinado y lleno de hojas...o de algo que caía de los árboles, una pelucilla o algo así...era bella y obstinada. Tenía algo...no sé...¿Cuál es la palabra? Como...mmm...como...esto de...- se tocó la frente como si tratara de que la palabra brotara desde allí y él pudiera sacarla y ponerla sobre su lengua como una flor.-¡maldita sea, ni siquiera la palabra correcta! Ayúdeme, usted, ¿Cómo es que se llama cuando un vaso se cae al suelo?
-Ehh...¿te refieres quizás a que se quiebra el vaso?- dijo ella, un poco confundida.
-¡Sí! ¡Eso! Como un vaso, exactamente. Estaba quebrada...de pies a cabeza y era muy evidente. Claro que...nunca se lo dije...Había tanta fuerza en su rostro y en todos sus modales, que casi me lo habría creído de no ser por la mirada que ponía apenas alguien reconocía algo bueno en ella. Cualquier virtud, cualquier halago desencadenaba esa mirada tan penetrante, tan dolorosa...me partía el corazón verla así, incluso antes de llegar a amarla. Cuando sentía dolor era el único momento en que podía ser sincera. Pero era tan buena actriz y lo había hecho tanto tiempo que...supongo que sentía más dolor del que mostraba y en muchas más ocasiones de las que yo pude notar. Siempre me pregunté cómo podía resistirlo. Ella parecía estar en la cuerda floja...parecía que en cualquier momento iba a colapsar...pero, extrañamente, la vi tan solo una vez quebrarse. O quizás más...pero no recuerdo si...no sé...Bueno, si no una, pocas veces. Y aún así...estoy seguro de que no lloraba por ella en esa ocasión, sino que porque no había podido cambiar una situación injusta.
-¿Crees que ella habrá venido a verte en el último tiempo?- dijo ella.
-Nunca la vi por acá. - suspiró y miró hacia el exterior, mientras la suave luz se colaba por la ventana.- Quisiera saber dónde está...Sé que peleamos, pero no recuerdo por qué.
-¿Cómo se llamaba?- preguntó otra vez la mujer.
Elías guardó silencio. Pareció esforzarse en recordar. Una expresión de frustración inundó su rostro poco a poco y se mostró abatido.
-No puedo recordar su nombre...¿es ridículo no? A veces sueño con ella, pero...no sé quién es. Quizás la amé y no debía. O quizás murió. O quizás...¿cree ud. que quizás anduvo por ahí pensando que me encontraría y la dejé plantada? - su mirada comenzó a perderse poco a poco.- Quizás solo la he soñado. Parece que la veo entre brumas.
Un silencio de minutos pareció separarlo un poco de su interlocutora. Indagó hacia afuera con su mirada, pero el hospital le molestaba un poco, para él era un lugar demasiado horrible como para centrarse en mirar afuera. Solo había concreto y, los ojos verdes de Elías, siempre buscaban un semejante. Necesitaba árboles, campo, pasto...incluso la tierra pelada le habría parecido más bella que ese monstruoso blanco y gris. Ella sonrió apenada. Le tomó la mano dulcemente y buscó su mirada.
-Ella te ama, Elías. Donde sea que esté, ella piensa en ti. Quizás también está perdida, buscándolos a ambos entre un montón de niebla.
Elías sonrió.
-¿Comprendes?- dijo ella melodiosamente.
-Qué linda voz.- dijo -Me resulta familiar, no sé por qué.-de pronto,mirándola un poco más, se sintió avergonzado. Aclaró su garganta.- Disculpa, te parecerá tonto lo que te diré, pero...¿qué haces aquí?
-Estábamos hablando. -dijo sorprendida.
-¿De qué?- preguntó él intrigado.
-Te decía que quizás ella también te andaba buscando.- contestó, apagadamente, como si fuera perdiendo energía a la velocidad de la luz.
-¿Ella, quién?- dijo él, desorientado.
La mujer cerró los ojos y los apretó. Estaba cansada. Tratar de sostener una conversación en esas circunstancias era difícil. Abrió los ojos y respiró hondo.
-Una mujer con el pelo despeinado y que casi siempre lo llevaba lleno de hojas...o pelucilla que caía de los árboles.
-¡Ah, sí! ¿Te hablé de ella? Era hermosa. Vivía en una casa rodeada de árboles.
-Sí, hace poco hablábamos de ella.- dijo lacónica.
-¿Y tú quién eres? ¿La conoces?- preguntó él.
-La conocía.- contestó.-Soy pariente suya, pero...hace tiempo que no la veo.
-¿En serio? Bueno sí...te pareces un poco a ella, pero...- la observó detenidamente, aunque sin dejar de sonreír cortésmente.- No, no. No te pareces tanto a ella. De hecho, creo que...no sé si eres su pariente.
-¿Por qué lo dices?- contestó la mujer, sin poder ocultar el temblor de su voz.
Elías la miró con el ceño fruncido, desconfiado. Pareció enojosa e insistentemente buscar algo, indagar, suspicaz, cada detalle con urgencia.
-No...-dijo lentamente, cabizbajo.- ¿A qué has venido? No te pareces a ella.
-¿Estás seguro?- dijo suplicante- Mírame bien.
-¡Tú no eres ella!- dijo molesto.- ¿Por qué vienes a jugar con mi mente? ¿No tienes compasión? Luces demasiado elegante y cuidada. Ascética. Ella tenía hojas en el cabello y un aspecto algo descuidado. No me malinterpretes, ella tenía una elegancia natural, pero te daba la sensación de algo indómito, no preparado. ¡Mírate! Tú usas traje y te cepillas el cabello, tus ojos son extraños...pareces calmada, pero...no sé...apostaría a que tramas algo. Ella tenía unos ojos que no sé...la mirabas y parecía que se estaba quemando por dentro.
-Es que...- dijo con un nudo en la garganta.
-¿Es que qué?- dijo él.
-Es que yo no dije que fuera ella.
-¿Qué dijo exactamente?- preguntó él, dudoso.
-Dije que...
-¿Quién es usted?- preguntó de nuevo. Ahora su mirada estaba perdida, como buscando algo en la habitación.- ¿Me lastimé? ¿Por qué estoy en el hospital?
-Por favor...- dijo ella, un tanto desesperada, sin poder ocultar ahora su perturbación ante todo lo sucedido hace pocos minutos.- Háblame más de la mujer del cabello con hojas. ¡Necesito encontrarla! Por favor...- sus ojos titilaban como estrellas corrientes a punto de convertirse en estrellas fugaces.
-La mujer del cabello con hojas...¿le hablé de eso? Sí, a veces hablo de ella. No sé quién es. Solo sé que la extraño mucho. A veces sueño con ella, y veo que mueve sus labios, llamándome y diciendo otras cosas, pero nunca logro escucharlas bien. Mi cabeza está como nublada ¿sabe? ¿Me golpeé la cabeza?
Ella suspiró. Negó con la cabeza, manteniendo sus ojos muy abiertos. Suspiró. El nudo en la garganta se hacía pesado, igual que si comenzara a cargarlo con todo el cuerpo y la mente.
Un ancla, eso era. La dolorosa ancla de la realidad.
Se levantó suavemente, sin dejar de mirarlo en ningún momento. Tomó sus cosas.
-Disculpa, ya debo irme.
-Bueno...hasta luego.- dijo Elías, un tanto sorprendido, con esa sonrisa tan agradable que solía mostrar.
Ella caminó un poco, pero se volteó antes de atravesar el umbral de la puerta.
-Cuídate ¿bueno?- dijo cariñosamente.
Elías asintió risueño. Le pareció divertido que esa mujer con la que hablaba hace tan poco le hiciera una recomendación tan cercana. Era extraño.
Un hombre fornido entró en la habitación y miró a la mujer con cara de enojada sorpresa.
-¿Qué demonios haces aquí?- le dijo.
-Ya me voy.- dijo la mujer, mirándolo apenadamente y saliendo de súbito de la habitación, casi corriendo.
-Oye, ¡espera! ¡Espera!- gritó el hombre, pero ella no se volteó.

La mujer caminó apresuradamente a través de los pasillos del hospital. Se llamaba Emilia. Era una mujer bajita, delgada, de cabello castaño. Realmente no tenía nada de especial. Tenía una belleza común, digamos normativa. Esa belleza que se puede repartir un poco equitativamente dentro de las personas. Ni muy bella, ni muy fea. 
Ojos café. Siempre parecía que ocultaban algo. Y era cierto.
En una esquina, ella dobló por otro pasillo y llegó a una salida que tenía el hospital hacia una especie de jardín con árboles y flores. Era la zona condicionada para los fumadores o para los amantes del verde. Estaba un poco oculta y el camino hacia ella parecía un laberinto en el hospital, así es que pocos la encontraban y casi siempre había poca gente.
Estaba vestida tan elegantemente, que lo más esperable era que se sentara con sus pantalones grises de tela en una de las sillas puestas allí. Pero no lo hizo.
Avanzó un poco y se sentó en el pasto, sin consideración hacia el traje perfectamente planchado y ordenado.
Se desamarró el cabello con decisión y seriedad. 
Miró por un momento a su alrededor. Habían otras personas, pero nunca hubieran puesto atención en ella. A simple vista ella era insignificante. Y tan simple como agua. 
Pareció tranquilizarle la idea de que estuviera sola en ese sentido. 
Se despeinó con energía. Sacudió su cabello brutalmente. Se recostó en el pasto, recogió algunas hojas caídas a su alrededor y se las fue colocando lentamente en el cabello. Miró el cielo un momento, en silencio, solemnemente. Toda su vida se concentró en ese celeste intenso, suave, impenetrable, que escapaba de sus ojos como escapaba la mente de Elías de su corazón.
Solo entonces pudo llorar de verdad.