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lunes, 8 de diciembre de 2014

El puente del hombre se va a caer

He dejado caer el muro de Berlín.
Éramos muy jóvenes, supongo. O demasiado viejos sin juventud verdadera.
Había tantas cosas importantes que no valían nada.
Un día desperté y me di cuenta de que caminaba con un saco al hombro, lleno de piedras que fingían ser oro.
Temíamos a la caída más que a caminar sobre ciudades de papel.
Éramos muy jóvenes.
Teníamos miedo de sentir que nuestras huellas no llenaban otros zapatos.
Como si importaran las huellas o los zapatos en sí.
Lo mejor es caminar en la arena de la playa. Donde los zapatos son innecesarios y las huellas duran lo que deben durar. Y son hermosas lo suficiente. Y llegan a tener un esplendor mágico que se renueva. Logran que sonriamos y que queramos ser aves.
Me corrí el velo y desaté los nudos de mis manos y mis pies.
Decidí que tenía que correr por el bosque y enfrentarme a los lobos y al frío. O me arrojé a la ciudad y desafié al metro, lo enfrenté como el Quijote quiso enfrentar a los molinos que no eran molinos, si no gigantes.
Da igual si la batalla está por certeza perdida de antes.
Da igual si de antes sé que evidentemente me voy a estrellar contra mil flechas desgarradoras.
Ya no tengo miedo.
Ya no tengo miedo.
Ya no tengo miedo.
He dejado caer el muro de Berlín.
Cuando salté desde lo alto de ese muro de tiempo, contemplé el pánico de la realidad que habita agazapada dentro de mí.
Siempre pensé que había una pauta que debía seguir.
Siempre pensé que había un "hacer lo correcto", que había un plan trazado desde antes, que había una especie de carrera que empezar a toda velocidad y que dejar justo un segundo después de que te dieras cuenta de que habías desperdiciado toda tu vida.
El castillo de naipes se derrumbó después de que dejé el treceavo año de algodón de azúcar. Parecía todo tan prefabricado. La libreta de ahorro de décima a décima. La prueba improbable de la calidad del conocimiento, la imbecilidad más grande del mundo. El sistema de carroña, el sistema de comer lo mejor. La maravilla de la educación vendida al mejor postor, todo revestido de oro, todo tan excelente, tan importante...no era oro, era plomo bañado en él. Como cubrir la mugre con una alfombra tejida con hilos de plata.
Y la vorágine de ideas, de caminos, de futuros, de posibilidades. Y el huracán de voces diciéndote lo que debías hacer, igual que si fueras una marioneta, incapaz de pertenecerte a ti mismo.
Sentí que había subido a una montaña rusa incapaz de ser detenida. Tuve que vomitar hasta el último atisbo de prejuicio, hasta el último ápice de miedo, hasta el último intento de persuasión, propia o ajena. Hasta el último intento de auto-engaño.
¿Por qué? Porque era más cómodo ser una oveja conducida por millones de pastores con pinta de buenos.
Luego...¿Qué?
Ahh, sí. La prestigiosa universidad. Y el supuesto futuro.
La soledad, las ganas de inducir el vómito. La búsqueda, la contrariedad de saber que lo mejor es no ser oveja ni pastor. Solo yo. Eso, sin más.
Las ganas de volver al pasado. La imposibilidad de hacerlo, porque una vez que sabes, ya nada puede detenerlo. Porque es como tener una herida casi mortal y olvidarte de la cicatriz que queda.
Y ya...tuve que aceptarlo. Algo se rompe, algo se desbarata, algo te quita la venda de los ojos y cambias. Cambias, cambias, cambias. No hay botón de deshacer.
No hay regreso.
Pues nada. Pues nada. Pues nada. Una y otra vez, contra la corriente.
Sigue corriendo. Corre. Corre. Corre. A toda velocidad, sin descansar.
¿Y luego qué?
He dejado caer el muro de Berlín.
Antes me permitía conducir por mi lazarillo, pero hoy no. Mis ojos están sangrando, pero están abiertos.
Mis manos están magulladas, pero desatadas. Mis pies están ampollados, pero siguen caminando.
La vida no funciona en base a planes. Nada es recto. Todo es sinuoso, circular, serpiente que se devora a sí misma.
Ya pagué todas mis deudas. Ya limpié todos mis cuartos. Ya guardé todos mis disfraces.
El muro de Berlín ha caído.
Ahora siento que puedo volar. Que puedo viajar. Que puedo mirar. Que puedo sentir, respirar, saborear.
El tiempo no existe.
El plan no existe.
La meta no existe.
¿Qué queda?
Gravedad y ganas de destruirla. Gravedad y ganas de salir de la caja. Gravedad y ganas de derrumbar los muros. Gravedad y ganas de gritar.
¿Qué queda? ¿Qué queda?
Trozos de identidad. Nuevos planes, creados a partir de una voz propia. Nuevo pastor que también es oveja. Nueva respuesta, nuevo grito.
¿Qué harás ahora?
El puente del hombre se va a caer.
¿Qué harás ahora?
La cuna se partió. Dinamité el edificio.
¿Qué harás ahora?
Había que dejar la leche materna.
¿Qué harás ahora?
Caer y levantar el vuelo. Y empezar de nuevo, y otra, y otra, y otra, y otra...y otra vez.
¿Qué harás ahora?
Dinamité el edificio. Es hora de la reconstrucción.

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