Guardar todo como en una caja,
suponiendo que la caja tendrá que abrirse,
colocarse en el espacio intermedio de lo visible y lo invisible,
en un espacio fluido de lenguaje, de palabras,
de muertes
y miradas sigilosas, penetrantes...
Suponiendo que la caja habrá de transparentarse sin dejar de existir,
habitando en un espacio en donde lo corpóreo se cruza con lo fantasmagórico,
donde se articulan las rejas imaginarias,
y se atragantan las bocas con pergaminos que saben en el gusto y en el tacto a dolor, a sufrimiento.
Una caja que se abre como se abre un fruto,
con el gesto preciso de una ruptura radical,
un estruendo de derrumbe,
quebrándose las raíces de los árboles,
reventándose las venas en sus cuerpos,
resquebrajándose las estructuras teóricas de los edificios.
Y entonces me preocupo por nombrarla caja en el principio,
porque sucumbe esa palabra,
porque está condenada al fracaso desde su génesis,
se hunde en el mar,
se muestra como una triste pulpa de letras,
llena de sangre, manchas, dureza, libros quemados...
Porque con ese nombre no alcanza, no cabe,
ni siquiera dentro de sí misma.
Ni siquiera dentro de unos límites temblorosos.
La supuesta caja acaba siendo todo menos caja
y la veo alejarse volando,
figura transitoria,
mezcla de humo y voces,
de mil rostros-sin ningún rostro,
una vieja costumbre,
un cuerpo que se forma en el nudo del vacío,
el residuo que ha dejado el lenguaje, bajo su sombra,
ya imposibilitada de guardar todo o nada.
Indefinidamente sustituida por otras supuestas cajas,
por otros supuestos conceptos,
por otros orígenes milenarios que nadie supo nombrar.
¿Qué es una caja al fin? ¿Un escondite, un reservorio de fantasmas que atraviesan las paredes y los cuerpos, que te despiertan en sueños?
¿Y qué puede esconder sino nada? ¿Puede un escondite esconder un secreto sin guardarlo, sin petrificarlo allí, malvado, oscuro para siempre,
mientras su putrefacción se expande y toca lo profundo y lo que no puede ser mirado ni olvidado?
¿Qué es una caja al fin? ¿Qué posibilidad tiene de ser?
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