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domingo, 5 de noviembre de 2017

Dolorem Corporis

Cuerpo...
Cuerpo de la obra, cuerpo del libro, el Cuerpo de Cristo, cuerpo de la investigación,
cuerpo de Bomberos, cuerpo y materia, cuerpo del deseo, Corpus Christi,
cuerpo lingüístico...cuerpo del pecado...corpus delicti.
Cuerpo...¿Quién eres en este espacio de silencios que caen
como dagas invisibles sobre mi débil cabeza?
¿Qué eres cuando me caminas, cuando me respiras,
cuando me habitas, cuando me estremeces?
¿Cuando me dueles y me retuerces sobre la cama, con cálidos espasmos de soledad,
con dulces aspavientos de muerte?
¿Dónde habitas, dónde duermes, dónde triunfas, dónde pierdes?
¿Acaso triunfas en serio?
¿O contigo todo es decadencia, desgaste sucesivo, melodía callada,
precipitado bajar por un acantilado hacia la muerte?
Cuerpo, hasta tu nombre me parece extraño,
como si fueses otra cosa, otra yo, otra cara, otro destino.
Te apareces lejano frente a mi reflejo
y tu vida es una vida que no me pertenece,
que no conozco ni desconozco.
Ni siquiera diría que eres mío...ni siquiera si supongo que eres yo...
¿O qué eres? ¿Una cárcel? ¿Un envase? ¿Un hogar?
¿Una cáscara? ¿Un habitáculo en hacinamiento? ¿Un títere?
¿Tal vez un vehículo? ¿Quizás un medio?
¿Un osado amigo donde reposo mis experiencias y despego los pies del suelo?
¿O eres este dolor espantoso,
indecible, intransfigurable...que me atrae de golpe hacia la tierra
y me choca los huesos hasta quebrarlos con estruendo de derrumbe?
Creí avanzar entremedio de la gente
y allí vi que se me caía un brazo,
que se caía así no más, como si fuese nada. Como si fuese todo.
Como si fuese un retazo de tiempo, agujereado por nuestra humanidad desvencijada,
finita, cruda..brutal.
Me dueles como solo pueden doler las cosas bellas,
pero tu imagen se me va esfumando en odios y esclavitudes.
Se me va en médicos y hospitales,
en camas y buses,
en comidas y pérdidas,
se me escapa entre la vida o yo me escapo de ti entre la muerte,
o no...no, no, no...estamos atrapados el uno por el otro,
condenados a una existencia conjunta de anudaciones incógnitas,
pinchazos en el pie, migrañas,
dolores de espalda, fracturas, septicemia,
dolores de muelas, enfermedades bacterianas, sordera,
pérdida de vista, vulgares resfríos...vejez...Vejez...
A este sinfín de días y noches,
meses y siglos,
segundos y vacíos...
donde tu presencia se me aparece como un alma en pena al borde de mi cama,
un estruendo en medio del sueño,
igual que una hoja de papel que es arrancada de cuajo,
o un platillo de porcelana que es arrojado con rabia desde un piso 23.
Cuerpo...cuerpo...cuerpo...
No sé quién eres ni dónde existes...
Eres como una presencia de la falla,
una ausencia presente,
un pecado mortal de imaginarme que no eres.
Como si pudiera ser yo.
Imaginarme que no palpitas,
que no funcionas como una maquinaria lúgubre que se pudre de a poco mientras vive.
Figurarme que no expeles un olor a existencias cotidianas,
a remordimientos y supuestos pecados,
a desechos de momentos que no hacen más que metabolizarse y volverse eternos.
Aécipite, et  comedite: Hoc est Corpus meum.
Y escupí mis intestinos mientras trataba de oler una flor,
vomité mis pulmones en un charco de sangre y palabras,
expulsé mi hígado en una borrachera,
se me cayeron los pies bailando,
se me reventaron las manos escribiendo una nota suicida.
Subí las escaleras y se me fue desmembrando el cuerpo,
me fui haciendo pedazos...me iba cayendo parte por parte.
Se me astillaron las rodillas,
sonaron los huesos cuando se iban despegando de sus articulaciones,
se me desprendió la cabeza leyendo una tesis,
se me cayó el pelo y los ojos de puras preguntas.
Un día me levanté de la cama y en el colchón se quedó pegada mi columna...
Traté de sostenerme en pie y salir...pero qué muñeca más estúpida quedó tirada en los parques de Santiago...qué piel más nauseabunda es la que llevo a cuestas...como máscara...como casa y llegada. Fin y paréntesis.
Cuerpo...y te me escapas entre los recovecos del pensar y del sentir,
te me pierdes humoso y apareces de golpe para recordar un dolor de amor.
Cuerpo...cuerpo, cuerpo...
Te derretí encarcelado por un deseo,
te sentí estremecer en compañía de otro,
palidecer tu figura de tejidos de adn,
crepitar tus sistemas con la promesa de un chocolate a las tres de la mañana.
Me dueles, me vives, me mueres...
Le das consistencia a un sentido del absurdo.
Y acaso no seas tú mi cuerpo, sino que yo sea el tuyo,
acaso te me presentes tierno un día,
frente a un ataúd,
material y crudo como vivir la vida misma.
Memento mori...
¿Quieres traerme contigo este reservorio de vivencias,
de momentos desarticulados,
de historia pseudobiográfica sin hilo conductor?
¿O es que soy yo quien te golpea cruelmente hasta hacerte desaparecer?
¿O es que soy yo la que te desprecia cada mañana cuando me saludas con un bostezo?
Castigo corpus meum.
Extraño, amigo mío...extraña yo de ti,
de las palabras, huyendo de la vida y del reflejo propio.
Me he querido desgarrar el nombre.
Te he visto morir, volar, llorar, enfermar,
caer cansado, rendido hasta el paroxismo de la locura.
Sobre ti aplastan los recuerdos más que cualquier otra cosa en el mundo.
Sobre ti la psique queda como pequeñas agujas que atraviesan cada núcleo.
¿Quién eres? ¿Qué eres por fin?
¿Cómo llegaste a encontrarte conmigo?
¿Cómo llegaste a prometerme esta fidelidad asquerosa?
O me dejas tú o te dejo yo. O nos dejamos ambos.
O nos abandonamos a un placer sin límites,
a un dolor infinito que se va inscribiendo en nuestra piel.
Que se nos cuela en los ojos...y nos ponemos amarillos...
Que se nos enreda en los músculos y nos damos calambres...
O se nos llora y arrastra por las calles,
se nos llora profundamente...y nos desaparecemos, sumergidos en esta humanidad desolada,
en esta humanidad pobre y frágil en su sufrir de milenios.
Me queman por dentro tus palabras, tus palabras al borde del lenguaje...
Me punzan tus historias sin frases sobre la carne.
Yo te he amado y te he odiado lo suficiente.
Lo sabes...lo llevas grabado en cada una de tus células,
lo llevas cuajado en el líquido encefalorraquídeo.
Tú sufres, yo sufro...
¿Quién podría creer esta relación tan estrecha de odios y miserias?
Soy un cuerpo. Tengo un cuerpo. Me tiene un cuerpo...
me destroza desde dentro, por dentro, hasta dentro...Habeas corpus.
Me atrapa un dolor de certificados médicos...
Me atrapas en un dolor indecible,
en recuerdos escapándose de la línea corporeo-temporal...
Y me rindo aquí. Me rindo...
Ya me has amado demasiado.
Ya me has llevado a cerrarte los ojos...
Corporis mei contremuerunt,
cuerpo que me has de temblar,
corpus tempore forte absorbeatur,
cuerpo que serás tragado por el tiempo...
Cuán dubitativa me siento a sentirte...cuánto miedo y amor hay en esta esquina.
Cuán lejos te me acercas y me susurras secretos de voces agonizando sin sonidos.
Corpore mortis huius...
Cadáver agazapado sobre el papel.

lunes, 23 de octubre de 2017

Petición y testamento

Cuando yo muera, por favor recoge mis libros,
recógelos de todos los rincones del tiempo,
de todos los caminos circulares de la memoria,
de todas las trenzas invisibles del lenguaje,
de todos aquellos viajes y rutas que emprendieron por su cuenta,
en silencio...furtivamente...sin avisarle a nadie...
Recoge mis libros y pasa las páginas
y acaso encuentres en ellos un último soplo mío entre sus frases,
entre sus historias enigmáticas,
entre sus poemas chorreantes de belleza cristalina, de belleza tan grande que duele un dolor no sabido.
Un dolor que atraganta ahora mis manos sin paladar, mis manos de lengua rota.
Cuánto duelen y cuánto aman...
Cuando yo muera, junta mis libros,
invítalos a reunirse junto a un café
o en un parque de árboles de verde intenso como la vida...
Recógelos como a trozos de mi ser,
exhuma de ellos mi memoria,
extrae de ellos mi corazón,
estrújalos y arrebátales mi último mensaje,
detrózalos y devóratelos...
Destrózame y devórame a mí...
O siéntate y pregúntales por mí,
por cómo era, por quién era, a dónde íbamos...cómo me perdí tan lejos...
Dónde nos perdíamos juntos, dónde creímos encontrarnos.
Recolecta de ellos los fragmentos de mi rostro,
encuéntralos en las bibliotecas y los dormitorios sin ordenar,
esparcidos por la casa, las hojas y los estantes,
en las filas del banco y los viajes en bus,
en las líneas misteriosas de la infancia y del pasado.
En el rincón oscuro de mi alma...y tirados en el sucio vagón del metro en hora punta.
Cuando muera...por favor, por favor, por favor, por favor, por favor, por favor...
abraza mis libros...
Abrázalos fuerte e imprégnate con su aroma de especias,
déjalos que te mezan entre sus brazos
o que te construyan un refugio firme de papel,
para que puedas ocultarte para siempre de la muerte.
Para que pueda yo preservarte en su amor de mi propia muerte.
Cuida mis libros y óyelos bien,
acaso allí encuentres como en un suspiro imperceptible
todas mis historias entre sus páginas,
todo lo que pude amar o viajar,
todo lo que dije mal dicho o me callé de veras,
lo inconcluso y lo aún demasiado concluido.
Abraza mis libros y acaso no sepas cómo me encuentras y no me encuentras nunca más en ellos,
como una pieza faltante de un rompecabezas,
como un disco roto o un beso muerto antes de besar.
Convérsame con ellos o abofetéame por mi cobardía,
interrógame de los secretos malnacidos sobre mi frente triste.
Por favor, recoge mis libros,
acaso en ellos veas que queda un charco de mi existencia,
que soy un soplo de aire sin aire entre sus hojas,
que tal vez, solo tal vez, me quedé impregnada en su interior,
o logré habitarlos no sé cómo mejor que en el mundo y la vida misma.
En un cuerpo de papel con palabras palpitantes que sangran, lloran y caminan.
Cuando muera por fin...busca mis libros,
no dejes que los pongan en cajas,
no dejes que se llenen de polvo,
no dejes que se duerman sobre los estantes...
o que se exhiban como cadáveres de un coleccionista de memorias...
Abrázalos...abraza a mis libros...
y que te canten y te cuenten historias...
que te lleven a sus viajes increíbles...
Recógelos, llévalos contigo, cerca de tu alma,
debajo de tu almohada,
sobre el corazón de aquel a quien más amas,
junto al café, las flores y las fotografías.
Déjales que te peinen los cabellos
y te acaricien suavemente la espalda,
que consuelen el llanto
y sean un guerrero fiel contra el insomnio.
Cuando yo muera...por favor, recoge mis libros...
Acaso encuentres en ellos mis últimas palabras...
Que lo nuestro fue genuino,
que lo nuestro ha sido más verdadero que todas las verdades inventadas,
que había en ello una pizca de magia,
un toque auténtico de algo hermoso.
Ellos te podrían decir que te amé,
que te amé, que te amé, te amé...
con todo mi ser desperdigado en literatura, café y dibujos,
mi ser que era yo y no era yo de antes,
porque todo lo han hablado ellos primero...y mis palabras son pequeñitas, tímidas y juegan a las escondidas todo el tiempo.
Abraza mis libros y, llegado el momento,
déjame ir...suéltame para que me vaya lejos como si fuera parte del viento,
porque he emprendido otro viaje,
porque he detenido el tiempo y he dejado que me quiebren sus manecillas,
estoy en medio de un navegar extraño y sin retorno...indecible como seré indecible yo y todo lo que he amado y vivido.
Y siento que les he dejado un abrazo inconcluso,
un no sé qué roto hasta la médula,
un recorrido de náuseas y sueños terribles.
Allá donde yo voy no me está permitido llevarlos,
no me está permitido leerlos ni como refugio ni como travesura.
Cuando yo muera...
toma mis libros entre tus manos,
ponlos sobre tu pecho antes de que caiga el atardecer sobre mi tumba...
allí encontrarás mi última sonrisa...y los vestigios de un último recuerdo.

lunes, 9 de octubre de 2017

Frágil

Fragilidad...
Que traspasas todas las cosas, 
que recuerdas que nada es eterno, aunque nos disfrazamos de trascendentes.
Fragilidad, que caes como lluvia en Octubre
y truenas en los huesos, astillándolos, haciéndolos polvo de golpe,
que resuenas y vibras cruel en la carne, tan despiadada, tan sincera...
Y viajas a la velocidad de la luz,
desbaratando como huracán maldito el tiempo y los recuerdos.
Y ahora...Fragilidad, te me apareces tan frágil, tan niña,
tan pequeño hilo de vida enredado en los zapatos cubiertos de barro y lágrimas...
Y te me cuelas en el espacio sagrado de los libros,
apareces en los retratos, en las manos y los amores...
con rechazo, con despecho, 
con palabras amables para clavar un puñal en un pecho ya destrozado, ya herido de muerte.
Caes de golpe sobre lo duro y lo seguro,
¿Por qué te corporalizas como lo más suave...si eres tan dura, dura, dura...?
Dura de todo,
de todo lo imaginable,
de todo lo existente,
todo lo que daba por sentado, por obvio...
Fragilidad, que te sientas en mi regazo y me miras,
y te sonríes con ese rostro tierno, pero horroroso.
Me das un sabor a sangre y un beso de dolor en los labios secos...
Te veía niña y ahora te me muestras con este rostro macabro insoportable.
Te veía tan niña, pero te surcan las arrugas de una vejez impenetrable y misteriosa,
existente no sé cómo antes de nacer.
Fragilidad...verdad dolorosa, difuminada, pero material en el pensamiento.
Eres un cadáver que alimento con mi sangre...
tu cuerpo lo llevo a cuestas, como una carga del silencio de años...
Una piedra en el zapato, una prohibición de tomar café, un beso rechazado...
La certeza de que éramos hermosos, 
tan hermosos que daban ganas de llorar...
que nuestro amor era una obra de arte,
un soneto coronado de estrellas de poeta en la noche...
Y ahora...que somos nada, que no valemos ni la mitad...
ni la pena, ni las lágrimas, ni el tiempo...
Fragilidad, que vienes y te vas...¿Tanto hemos cambiado en tan poco tiempo?
¿Cuándo nos dejamos de amar y dejamos que el frío se nos colara por los ojos y nos sombreara las entrañas?
¿Qué somos ahora?  Maldita sea, un despojo, un manojo de heridas caminantes que no se quieren cerrar, un montón de extraños viviendo en la misma casa,
descansando y sonriendo de mentira sobre las mismas ruinas.
Y tú...que viniste a abrirnos los ojos que no queríamos abrir.
Que viniste de sobresalto a tirarnos en el patio,
a desbaratarnos la ilusión, a soplarnos los sueños...
Que entraste alada y altiva, con una ráfaga de viento gris 
cayendo y congelando sobre nuestras cabezas.
Fuimos hermosos. ¡Ay! Fuimos tan hermosos...
¿Y qué somos ahora? 
¿Qué queda aquí que sea salvable, que arroje aunque sea la quimera de una esperanza?
Tengo nostalgia por los tiempos que creí presentes y que ahora son un pasado de siglos atrás.
Una bonita era dorada que se levanta como daga sobre nuestra horrible crisis...
nuestra triste pérdida, nuestra prematura muerte...
Fragilidad, que te plantas aquí, de sorpresa,
como lo único solido entre todo lo que creí cierto,
y ahora no es más que una pobre historia de felicidad remota,
un cuento que me inventé antes de dormir y pasar la vida soñando.
Me miras aquí, lúgubre y serena,
tan extraña...tan real, tan palpable,
como un sueño que se me hizo realidad de pesadilla.
Te apareces como la apología burlona de un absurdo,
de un intento fallido que tuve de desear demasiadas cosas imposibles.
Demasiadas sonrisas que duraron un parpadeo...
Demasiadas fotografías de cuando éramos felices impresas en mi piel...
que ahora arden, arden, arden, arden y destrozan,
llenando un espacio cargado de bellos recuerdos con un vacío,
con una rasgadura terrible en una tela espantosa que tiene carácter de tiempo,
de biografía, de linaje perdido, de tejido de existencias...
Fragilidad...¿Qué somos ahora?
¿Qué hicimos con nuestra belleza? 
¿Cómo gastamos esta felicidad prestada y cobrada hoy con intereses?
Devuélveme los amores, los abrazos, las risas...
devuélveme ese sentido que cubría mi camino...
O déjame en paz velar a mis muertos,
déjame en paz llevar este duelo tan oscuro, tan precipitado, tan irremediable.
Fuimos hermosos...Fuimos hermosos...Fuimos hermosos...
Y ahora de esto hasta la memoria está manchada,
hasta el reservado santuario de nuestras dichas ha sido pisoteado y contaminado con dolor...
No sobrevive ningún pilar de la casa,
no queda ni un pequeño pétalo de afecto posado sobre la almohada,
no responde ningún familiar amado...
las murallas están pobladas de gritos, de llanto, de miradas perdidas aferrándose a un recuerdo nebuloso, ya más irreal que un futuro anterior,
ya más irreal que nosotros mismos.
Fragilidad...te instalas sobre mi corazón...
Me abofeteas sin descanso...me muestras a mis seres amados atravesados por punzadas de dolor,
agazapados, acurrucados sobre sus fuerzas, suplicando...
Traspasas mi carne, mi rostro, mi columna...
Cuánto duele abrir por fin los ojos,
cuánto duele dejar que formes y deformes mi ser y el de los demás a tu antojo...
Anidas en mi mente e imprimes un tobogán de tiempo...
un tiempo que se gasta, que se difumina, que se roe y corroe...
que también es frágil y ficticio,
que tampoco es eterno...que también morirá por fin.
Porque nada es en verdad eterno.
Ni el dolor, ni la muerte, ni la felicidad, ni el amor...
Ni el amor...
aunque nos aferremos con todas nuestras fuerzas y demos todo,
aunque nos disfracemos de trascendentes...




jueves, 24 de agosto de 2017

Donde se apagan las luciérnagas

Créame un espacio entre la duda y la muerte...
para que pueda habitar allí
como una resonancia lejana sin sonido,
como una pulsación débil en el centro de Santiago.
Ábreme de las entrañas un recuerdo estruendoso
y me acurrucaré dentro, buscando palabras,
buscando poder darles cabida en mis labios cerrados,
tratando de darles alas y que emprendan vuelo,
y que pierdan su duelo de silencio eterno,
su tumba de cemento de preguntas sin responder...
Porque creo que mis raíces se quebraron
No sé cómo, no sé cómo, ni cuándo o dónde...
pero yo iba caminando y sentí una tronadura bajo la tierra,
vi un charco de sangre que tenía mis canciones coaguladas,
vi un crepitar de carne y huesos pudriéndose conmigo viva y en pleno viaje.
Soy un siniestro árbol hecho añicos
y me voy desprendiendo del mundo y de los rostros conocidos...
de los lugares que recorrí...de la silueta del libro propio.
Atravesé una ciudad entera de casas sin ventanas...
de vez en cuando alguien abría una puerta y me miraba con expresión lúgubre,
como anunciando un viejo presagio,
una vieja advertencia de rupturas y confusiones.
Y en la oscuridad me hallé sentada con una soledad profunda, profunda, profunda...
como un lejano agujero en la tierra,
en cuyos bordes me sentaba con los pies colgando,
fascinada y aterrorizada por lo llamativo de su vacío,
mientras recitaba poesías y extraños cuentos que caían devorados en su interior
apenas asomaban en mi boca las palabras para ser pronunciadas.
Lo supe entonces, cuando ese pensamiento pegajoso y cíclico comenzó a encontrar nido en mi mente.
Tenía que mirar de frente al Miedo,
ese monstruo de dientes afilados y mirada oscura,
que se parecía cada vez más a mí misma...
Me acosaba de noche y de día...
A veces creía que durmiendo iba a olvidarlo, pero no.
Una sombra atraviesa los lugares que transito.
Le veo rostro familiar y siento un estremecimiento en la espalda...
Tenía que hacerle frente, lo sabía.
O iba terminar enloqueciendo por completo.
O muriendo.
O cayendo en esas pequeñas muertes diarias que yo conocía muy bien...
pero aún así, no quería.
No quería decir la verdad o mirar dentro del abismo que es uno mismo...
¿Qué queda de mí a fin de cuentas?
Desconozco los sitios que he recorrido mientras mi cuerpo se queda aquí, haciendo una vida paralela,
sonriendo con curiosa máscara frágil, pero creíble.
Se cae apenas desaparece el espectador.
La tranquilidad es una farsa inmunda que agujerea mi ser.
El Miedo se devora mi vida y mi espíritu
para hacerlo retornar en algo terrible con mi propio rostro y mi propia sangre.
Pero no soy yo. No sé dónde estoy.
Perdí mi columna vertebral, tragada, engullida
por su boca sucia de risa irónica y modales perfectamente adecuados.
No quiero mirar allí. No quiero mirar donde el abismo propio se torna en espiral.
No quería ir a buscar el lugar en donde se apagan las luciérnagas,
en donde la agenda repleta esconde el deseo oculto de perderse la vida,
en donde el café frío y la alarma de la mañana
hacen gris la luz que se cuela por las ventanas recién abiertas.
Necesito encontrar un lugar que habitar dentro de mí misma,
un lugar sereno en donde plantar flores y recoger libros,
un lugar en donde los sueños no sean lucecitas que titilan hasta desaparecer.
O donde las pesadillas no tengan rostro de realidad y alma de fantasma.
Ábreme una herida terrible,
una herida que me haga creer en mi propio cuerpo,
una herida que me desgarre hasta reencontrarme,
hasta hacerme respirar de nuevo.
Una herida dulce y horrorosa como un capullo de mariposa en eclosión.
Una herida que haga trizas el papel y la tinta
para hacerlos tomar vuelo entre las luciérnagas que se apagan junto a mi puerta.
Créame un espacio donde puedan habitar mis dudas
sin temor a sus respuestas estereotipadas,
sin temor a la lapidaria tendencia de dejar claro todo tan pronto,
de delimitar todo y especializar la vida tan joven,
antes de que siquiera le broten alas.
Titilan, titilan, titilan las manecillas...
pequeñitas las veo girar sobre sí mismas,
sobre mí...sobre el mundo...sobre el papel y las palabras,
sobre la carne y lo etéreo.
Y nadie visita la tumba de las luciérnagas.
Es un horror que todos lo sepan y nadie haga nada.
Es un dolor que mueran afuera y dentro de mí.
En mi interior hay una respuesta pululando por salir,
revoloteando entremedio del dolor y la felicidad,
encauzando un rumbo difuso,
un suspiro azul perdido entre una gama de tonalidades azuladas.
Me da miedo lanzar la respuesta al aire sin precauciones,
me aterra hacerla saltar al espacio a secas.
Deseo una cuna de nuevas raíces o un hogar sin recuerdos, congelado en un instante precioso.
Deseo una pequeña sonrisa en tu boca tan seria siempre,
una sonrisa que me abra un cobertizo
en donde pueda resguardarme del silencio mismo.
O deseo que el silencio me atrape de una vez
y me desnude sin miramientos,
que traspase la médula y las arterias,
que tiña los ojos de gris y la piel de blanco,
que haga estallar esta carga pesada en mi interior en la ciudad de casas sin ventanas.
Que haga sonar en puntos suspensivos todos mis gritos y mis lágrimas.
O déjame muda atravesar el lugar en donde se apagan y mueren las luciérnagas
para que con ellas tiemble y me estremezca,
haciendo un coro de sonetos de muerte que desaparezca suavemente en la brisa nocturna.
Quizás caminaría arrastrando una investigación sin salida,
un juego de espejos luchando por quebrarse,
una sinfonía de notas disonantes que suenan entremedio de tus manos,
entremedio de tus ojos que ya miran una rotunda e inquebrantable nada.
Y quisiera mirar tus labios y habitar allí,
habitar como un goce secreto
o como una casa en ruinas con una vida subterránea.
Créame un sitio entre la tinta y la sangre...
entre el papel y las lágrimas evaporadas...
entre la vida y la muerte...
para que pueda echar raíces y volver a destrozarlas.
O invéntame un recorrido sin retorno,
un vacío del cual sujetarme...
Porque necesito crearme un cuerpo, encarnarme sobre la tierra,
encontrarme en el espejo.
No sé a dónde he ido...
Titilan, titilan, titilan...
las luciérnagas están jugando a desaparecer.


Ana Diez

martes, 23 de mayo de 2017

Consideraciones para la desaparición

Si vas a desaparecer,
al menos que no sea de golpe,
al menos que no sea estruendoso.
Desaparece como un soplo,
como una suave caricia en la mejilla del niño dormido.
Desaparece como una sombra,
Lentamente...en silencio...
suspendida en el espacio,
impregnada en lo inabarcable del tiempo...
en lo efímero de las palabras...
Desaparece sin dejar huellas,
sin cartas finales y sin explicaciones...
Tratando de no hacer daño.
Tratando de no hacer ruido.
Aunque no siempre se puedan lograr tales utopías.
Que sea como un dibujo difuminado.
Como una foto nunca revelada o que se gastó de tanto recordar.
Como un café que se quedó frío.
Como un libro que olvidaste sobre la mesa...
Desaparece como puntos suspensivos...

Ana Diez

jueves, 27 de abril de 2017

Cómo saltar de un Edificio (o Cómo intentar escribir una paradoja sin argumentos)

I

  Para saltar de un edificio sin derecho a retorno debía yo dejar de existir dentro del universo de lo posible. No solo de lo posible de hecho, sino de lo posible de enunciar, imaginar y rememorar. 
  Caput.
  Finiquitarme.
  No existir.
  Ponerle punto final a la hoja repleta, hasta entonces-hasta hoy, de preguntas y puntos suspensivos. Suspender el plano de lo viviente y estamparme, atrapada con alquitrán, en una caída sin fin o en un gran y oscuro agujero. Reventar el plano de lo imaginario, lo simbólico y lo real. El plano del x, y y z. Todo de un plumazo.
  Es difícil. Hay en ello una pretensión estúpida de que era posible ese final abrupto de libro, que en realidad no hay. ¿Cómo dejar de existir de verdad? ¿Cómo ponerle fin a la pregunta eterna por la vida y por la muerte? Morir solo aviva la pregunta, para variar. 
  En ese momento no podía ni respirar con claridad. 
  Podía...
  Puedo...
  Podré...
  Menos entender que en el fondo saltar de un edificio es imposible, porque es imposible suspenderse como se suspende una novela o un computador. Yo estaría allí en algún lado, lamentablemente. Aunque solo fuese un eco vacío.
  Sugerí comenzar por matar mi pasado. Lo más originario y lo más antiguo. El inicio de cómo triunfar en la tarea de saltar de un edificio. El inicio nefasto de todo.
  Eso implicaba marcar un suprimir a los recuerdos, borrar los traumas, quemar las fotos, olvidar los nombres y los lugares, eliminar mi huella de todos los objetos y de todos los seres que desgraciadamente habían tenido el destino de cruzarse conmigo.
  Primera dificultad.
  Oí por ahí que el polvo de los lugares en los que estamos, en parte, eran nuestras células muertas, que van (¡malditas!) a esparcirse indignamente por el mundo sin resignación a que deben desaparecer. Desechos orgánicos. O sea, han de vivir en otro lado eventualmente, arrastrando así una parte propia, una parte de pasado, que dificulta ya desde la génesis la tarea y el deseo de saltar de un edificio.
  Entonces...estoy como empecé. 
  Voy a las fotografías...ok, las quemo. Pero recuerdo entonces una copia de la copia de la copia de la copia en el cajón de mi mamá. Otra en un cuadro de la generación de ex-alumnos que, claro, todos tienen uno. Otra en la billetera de una amiga. Otra utilizada para el vudú de un ex. Un problema más. Seguir el rastro de los fragmentos del pasado, de los fragmentos de memoria y rostro,  me llevaría años y esta tarea comienza a hacerse más pesada que la vida misma.
  Olvidar los nombres y los lugares. Otro asunto agobiantemente imposible. Con ello, debía partir por borrar todas mis relaciones humanas, punto que lleva otra vez al callejón sin salida. Vivir no habría pasado, en primer lugar, sin eso primero. Yo he sido nombrada y sentida antes de existir por mis padres, sus padres y sus padres. En ellos estaba el cuidado de mi vida en mis primeros días. En ellos estaba el primer germen de mi existencia. Una nefasta posibilidad que no pedí nunca, en sus genes, en sus modos, en sus sentidos, en su historia intergeneracional.
  Hay fragmentos terribles por todos lados: tengo la nariz de mi tía, las orejas de mi tata, la risa de mis hermanas, las cejas de mi madre, los pies de mi padre, los ojos de mi abuela. 
  Estoy en ellos, ellos en mí. 
  Siento por primera vez el vértigo enorme de pararme en el borde de un edificio de 23 pisos. Tengo miedo de la ineludible posibilidad de haber dejado demasiadas huellas en otros, consciente o inconscientemente, buenas o malas, importantes o no. Sobretodo lo segundo. 
  Mis palabras, mis acciones, mis no-palabras, mis no-acciones. Mi ausencia y mi presencia. Y ambas, entrelazadas o una fagocitada y reconstituida por y desde la otra. La caja dentro de la caja.
  Otra falla. Otro intento fallido. Y me tambaleo en el borde del edificio.En el borde de mi cordura.
  Constato que para saltar de este edificio exitosamente, todos quienes guarden un recuerdo de mí, por pequeño que sea, debiesen saltar a su vez. Detrás de mí. Delante de mí. Conmigo.
  Una punzada de doloroso amor atraviesa mi pecho. No. Eso no lo puedo. No lo puedo tragar, no lo puedo permitir, no lo puedo concebir, no lo puedo pedir. No me cabe. Amarles mejor era antes lo único que me mantuvo viva. Amarles era quizás mi único triunfo.
  Esto ponía la dificultad en el plano infinito del tiempo. Bueno...si el tiempo es una línea que atraviesa la vida, la imposibilidad de matar el pasado y el origen genera irrevocablemente la imposibilidad de matar el presente por las mismas razones. Si no me mato hoy y sigo viviendo, suponiendo que esa vida implica relaciones, fotos y polvo, y otras muchas cosas, no puedo matar o extinguir el futuro. El nudo de la vida sería tan resistente para una soga, que colgarse sin éxito (sin dejar de existir, pero muriendo) sería fácil. Pero mi fin no es lo fácil, sino lo imposible.
  Ahora...si el tiempo es circular, como realmente pienso, la situación empeora en proporciones inabarcables. Hasta el infinito. Un infinito de planes de suicidio fallidos, un infinito de dolor y de instrucciones no instructivas de cómo saltar de un edificio.
  Aquí, quizás, un buen optimista podría pensar que esta infame y mal escrita carta suicida-pseudomanual es la prueba irrefutable de la ridícula frase "al final siempre sale el sol", porque: ¡woow! ¡En tu dolor haz encontrado una forma de seguir viviendo!, porque te das cuenta de lo absurdo y sin sentido de la pretensión de la muerte y de la no existencia, te das cuenta de que vale la pena seguir viviendo...blah...blah...blah...No.
  No es así.
  Primero, porque me planta de golpe en una situación sin salida peor que la que tenía en principio, cuando llegué aquí, a preguntarme cómo saltar de un edificio para dejar de existir, para extinguir el dolor. Segundo, porque hablar de un sinsentido de la muerte y de la no existencia, no niega el sinsentido total de la vida. Al menos de mi propia vida (No quiero generalizar en nada de lo que aquí escribo. Conozco vidas que son maravillosas y valen enormemente la pena). Tercero, reconozco a regañadientes una verdad casi innegable, ineludible, y cobarde en su enunciación: el dolor sigue aquí, inextinguible, eterno, voraz y, conforme pasa la vida, más profundo, más presente.
  Ahora el saltar de un edificio, el siquiera planteamiento de esto como una posibilidad factible, me parece una broma cruel, otra trampa, otra ilusión de fin, otro fallido intento de completitud, otro deseo inalcanzable, sobretodo insatisfecho. Otro agujero de ignorancia in-llenable en el pecho.
  Un vacío en el pecho, en el centro del ser, un voraz agujero negro que, quizás me equivoque (espero siempre equivocarme en todo lo que pienso), me costará más extinguir que todas las cosas que antes también llamé imposibles.
  Hasta aquí, incluso podría parecer cómico este pseudomanual para saltar de un edificio. Pareciera que me río de mi estúpida idea de querer saltarme la vida, como si me fuese en algún sentido permitido escoger cómo terminarla, si en ningún momento tampoco escogí iniciarla. El cliché del "yo no elegí nacer", tan adolescente y mal usado. Pero no, no es en modo absoluto cómico. Incluso si lo es, no hace más que esconder otra verdad horrenda: en la práctica de reírse de uno mismo, de su propio dolor, mala suerte o desgracia, no hay más que una desesperación profunda, un patético, repetitivo y pobre motivo para autolesionarse otra vez. Un profundo autodesprecio y, en última instancia, el reconocimiento y la resignación de que no queda nada más por hacer. Solo queda reír. Solo queda ocupar esto como excusa para seguir respirando. 
  Estoy, hoy, ayer, y no sé hasta cuándo, inexorable  e involuntariamente amarrada en la red de la vida.   Y la pequeña muerte de mi cuerpo y mi consciencia, incluso en el día a día, solo podría darse por medio de una Gran Muerte en todos los demás planos: el simbólico, el social, el imaginario, el real, el intergeneracional, el invisible...el comunicable y el incomunicable. Ninguno de esos planos está a mi disposición, al menos no totalmente, como para poder controlarlos, aunque diariamente deambulo pensando que sí puedo hacerlo. Deambulo en esa red que forman ellos y me imagino poseedora de sus secretos, pero no. Soy frágil. Tremendamente frágil y no tengo poder ni control sobre nada. Pero cabe plantearse siempre la duda. ¿Y si...?
  No lo sé.
  El viento juguetea en mis cabellos mientras sigo parada en el borde del edificio, balanceando mis pies por si la casualidad y el resbalo toma más rápido la acción que yo estoy obligada (¿o deseosa?) a decidir.
  Entonces...ya se puede ver mi triste situación. Tan triste que no me pueden saltar ni las lágrimas al vacío. No tienen sentido ellas, como no lo tiene saltar de un edificio sin que el deseo del cese del dolor y la existencia se cumpla con éxito.
  Estoy, por ello, atada a la vida y atada al doloroso amor, la ternura diaria, el autodesprecio, el sinsentido, a la paradoja y la pregunta. Me hallo ahora en esta escalera de Penrose. Atrapada para siempre en la vida que, aunque no sea mía en su finitud humana, lo será en su ley: nada se crea ni se destruye, solo se transforma (*).
  Quien dijo que "todo tiene solución, menos la muerte", debió decir en realidad que todo es solucionable, menos la vida y la existencia que implica.
  ¿Entonces qué? ¿Vivir? Es que vivir deja huellas...¿Y la finitud del hombre, no la aceptas? La finitud solo está inserta en el círculo del tiempo. Más allá de nosotros, más allá de todo. 
  Acaso podría yo pensar que la única forma de morir de verdad es esa: seguir viviendo. Porque vivir es lo mejor y más efectivo para ser olvidado.
  Olvidado.
  Seguir viviendo, porque ello implica un difuminar lento...pero constante...de todas mis huellas, queridas o no, en el mundo mundo y en el mundo de los otros. Un seguir viviendo y arrastrando el dolor en un lento...pero firme...paso por el olvido...
  Al menos me queda, por ahora, creer eso. Aunque nunca puedo afirmar lo que afirmo con seguridad. Nunca puedo plasmar lo dicho y pensado ahora como definitivo.
  Vivir...Vivir para ser olvidado en puntos suspensivos...sin el brutal y recordado, por su impacto casi siempre, estacato del punto final. Si salto ahora...¿No dejaré un estruendo enorme que imposibilitará el olvido por más tiempo? ¿No es saltar de un edificio un estacato horrendo y arrasador? ¿No es saltar ahora un punto final hecho a golpe de cañón, a golpe de sangre, a golpe de impacto?




(*) "Nada se crea ni se destruye, solo se transforma"
Esto plantea otro punto de duda: el hecho de si existe o no la muerte y la vida. 
Si se piensa a la vida como creación, como punto de origen, nacimiento, génesis, inicio...hay que partir ya sabiendo que la vida no existe. O se puede suponer que se supone todo eso y que por eso es plausible suponer que la vida no se supone.
Pero, en realidad, ver a la vida así implica una visión muy dualista, muy reducida quizás a la oposición con la muerte: si la muerte es fin, cierre y nada más, entonces la vida sería supuestamente su contrario: el inicio, lo no cerrado, lo que sigue. Esto último arroja luces de una mejor forma de pensar la vida: un devenir, un no cerrado que se sucede y transcurre por medio del movimiento y los cambios,
Entonces vida es transformación (aunque ni los biólogos pueden definir la vida, así es que dudo mucho que pueda definirla yo). Por tanto, tal como anuncia la ley, ya que no hay inicio ni fin y solo hay transformación, solo hay, siempre e inevitablemente, vida. Siempre hay vida. O como se dice a veces: la vida siempre se abre paso, incluso si ese abrirse paso se constituye en una posibilidad azarosa de accidente en el universo. Incluso si ese abrirse paso es jugar a destruir la vida para crearla de nuevo de formas misteriosas e inimaginables. 
¿Y qué pasa con la muerte? He ahí el problema. Si nada se destruye, entonces no hay muerte. Así, simple y llanamente. Al menos en lo que respecta a la idea de la muerte como un fin, un cierre. Entonces...la muerte no existe.
Si la muerte es umbral, si la muerte es transformación dentro de la vida y la vida es transformación también...tampoco existe la muerte, porque es parte de un devenir, un cambio de estado, como lo es la vida. La muerte es parte de la vida. Si la muerte es parte de la vida, no existe. Solo es vida de otro modo. Solo es vida de la (no)vida. Habita en lo invisible, pero habita.
¿Cómo puedo morir entonces? ¿Cómo puedo llegar siquiera a pensar en la ridícula idea de saltar de un edificio exitosamente? ¿...pudiendo lograr la destrucción total, la anulación total, la completa ausencia de preguntas...? ¿...la completa no existencia...?
El suicidio es imposible. Al menos en lo inmediato, como yo quisiera. Incluso lo es a corto plazo. Incluso es dudoso que sea posible a largo plazo, aunque eso depende de muchas circunstancias innombrables e incuantificables. 
Incluso si mi subjetividad fuese olvidada (con mucho tiempo y con la muerte de todos mis conocidos), permanecería en circulación y en transformación la materia y la energía de lo que he sido, aún cuando no sé que lo soy todo el tiempo. 
Y eso...ahora no ofrece ninguna respuesta, ninguna salida, ningún final...deja abierta una herida que no es más que la existencia y la vida...
No existen los puntos finales...

miércoles, 8 de marzo de 2017

Dibujo rescatado

  ¡Hola a todos! Hoy les traigo este pequeño dibujito en el que estuve trabajando esta semana. Todo partió por algo que yo creo que jamás se debe hacer: rescatar un dibujo que abandonaste hace mucho y que encuentras horrendo. Así es que...en contra de mi propia regla, la semana pasada decidí no botar este dibujo después de que lo separé con un montón de papeles para la basura.
  Al principio no sabía que lo iba a terminar conservando, porque solo me puse a jugar con el lápiz y a hacer algunos bosquejos dubitativos alrededor. Al final resultó en esto :) un dibujo que tenía hace mucho en mente y que tenía ganas de empezar, pero que no sabía cómo.
  Estoy feliz de haber podido jugar con el papel sin saber bien en qué resultaría. Aún queda mucho por mejorar en los trazos, pero espero que les guste y disfruten mirándolo tanto como yo disfruté haciéndolo.
  Esta entrada era para contar esta pequeña historia cotidiana de un dibujo. ¿Prefieren entradas así? ¿Más variadas? ¿Y tienen otras ideas de dibujos o sugerencias? ¡Estaré feliz de leer sus comentarios! Abrazos azules para todos :D


domingo, 1 de enero de 2017

Fragmento 29/10/2012

* Emilia caminó pausadamente en las calles de la ciudad. Todo parecía tan distinto de pronto, como si alguna pieza de un rompecabezas hubiese sido arrancada de cuajo y desarticulado hasta el espacio que lo sostenía externamente.
Un reguero de piezas inconexas, o rotas entre sí sobre una atmósfera vaga y humosa.
Parecía hasta ilógica la combinación de elementos tan familiares, pero tan extrañados entre sí, como si se tratara de lugares diferentes.
Hace años, años, años que no pisaba esas calles tan reales, con sus nombres que se sabía de memoria  solo porque habían estado ausentes mucho tiempo (antes, cuando vivía allí, no conseguía recordarlos nunca); con sus rincones tan transitados en su niñez…con las casas que ya conocía, con la gente que parecía ser la misma de antes… y de pronto, era como si se las hubieran arrebatado para construir otros recuerdos encima. Como si con los retazos de un vestido viejo, hubiesen remendado uno nuevo.
Tenía un sentimiento extraño, una especie de ensoñación o de inconsistencia de la realidad…de pronto ¿estaba precisamente allí, donde creía que estaba? ¿Había llegado la carta realmente y había tomado esa decisión tan terrible?
Decisión terrible.
Sí, puede ser. Pero se diría que ya ni siquiera podía sentir miedo. Tan extrañada estaba de sí misma y de todo eso que sucedía, como si esa vida nunca hubiese sido realmente suya.
Probablemente, si se hubiera encontrado con un espejo no se hubiera reconocido.
Probablemente si se hubiera encontrado con sus propios hermanos, sus propios padres…o…con quien fuera que le importase, no lo hubiera reconocido.
Dobló en esa esquina. Esa misma esquina en donde había dado su primer beso un día de diciembre.
Caminó sobre esa acera…esa misma que era igual a tantas otras aceras de la ciudad, pero con una ligera diferencia: allí había dibujado muchas veces con tiza, allí había conocido a ciertas personas, allí se había caído aquella vez…cuando tenía nueve años y se había hecho la cicatriz que aún tenía sobre la rodilla.
Por alguna razón el tiempo resultaba algo esquizoide. Parecía muy lento, tanto, que cuando Emilia llegó a esa misma casa, cuando estuvo frente a esa misma puerta, le resultó sorpresivo que hubiese llegado allí después de tantos años. Lento, pero rápido. Años que gotean y caen de improviso en un solo momento. ¿Cómo es posible que todos esos segundos converjan así de golpe?
Una vida entera que pasó en cuestión de minutos por su cabeza a modo de traviesos flashbacks.
Se preguntó si debía tocar la puerta o huir otra vez. Huir de la casa y lo que había dentro, quemar la carta, irse. Ni siquiera volver con Elías.
Pero eso adquiría rasgos de locura. Mucha. Ya demasiada.
Más de la que ella misma podía soportar, aún cuando siempre se había reconocido víctima de esa locura tan callada.
Alzó la mano para golpear la puerta, pero se detuvo.
¿Estaría la llave aún allí? ¿Justo debajo de la puerta, bajo una tabla del piso que se quitaba con facilidad si sabías donde dar el golpe justo?
Probó.
Allí estaba la llave.
Le pareció que tomando esa llave entre sus manos y girándola en la cerradura todo parecía volver a un punto exacto de su vida y quedarse allí, como si nada hubiese pasado realmente. Una llave al pasado mismo.
Contuvo la respiración y abrió con suavidad la puerta, esperando quizás que saltara sobre ella una bomba hendida entre las murallas plagadas de dibujos de la casa.
Al entrar se detuvo a mirar esos dibujos uno por uno, detalle a detalle.
Lo recordaba.
Siempre se dijo a sí misma que si tenía una casa algún día, estaría plagada de dibujos e historias, trenzando una huella digital de su alma por todas partes.
Allí estaban. Allí, en aquella casa que había sido la suya por muchos años. Huir de ese lugar había sido efectivamente huir de sí misma.
Lo sabía…quizás siempre lo había sabido y por eso había decidido hacerlo.
Silenciosamente, como lo hiciera siempre hace años, recorrió el pasillo de la casa; allí había dos caminos.
Quizás la cocina, quizás la habitación. ¿Cuál seguir? Ambos parecían latir más fuerte que su propio corazón. Ambos parecían ojos metálicos apuñalando su propio reflejo.
Tenía un nudo en la garganta, pero ciertamente no podía llorar.
Pensó en el sueño. ¿No tenía esa misma sensación ahora que ya no soñaba? ¿No sentía también ese agujero negro que parecía tragarse todo y al mismo tiempo devolverle tantas imágenes centrifugadas a la cabeza?
Una foto en la muralla.
Una foto antigua, gastada ya en varias partes.
Emilia no pudo evitar sonreír mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Sí, pensó, ese fue el cumpleaños número 12 de Florencia.
“Era bonita. Más bonita de lo que yo siempre pude haber soñado. Más bonita que algún familiar mío. Con esa belleza que no se conoce a sí misma, con esos ojos que reflejaban una inteligencia constante, un desafío de descubrirlo todo, obtener todo lo imaginable, por más imposible que pareciese…”
Suavemente, como en un deseo tardío de dar un abrazo lejano, Emilia acarició con nostalgia aquella fotografía. Una puntada atravesó su corazón, agrietado ya por las murallas de la casa.
Respiró profundo y se dirigió hacia la cocina con cautela.
Allí estaba una mujer de mediana edad, pelo largo y lacio, ojos cafés, mirada de hastío. Delantal blanco. Apariencia muy pulcra, muy rigurosa.
Acomodaba con diligencia pastillas de diferentes colores en diferentes frascos.

-          ¿Buenas tardes?- dijo Emilia, con aquella actitud inconsciente, aquel desconcierto de quien encuentra a alguien extraño en su propia casa, aunque esa casa ya no lo fuese.
-          Buenas tardes.- dijo la mujer con una mirada de recelo.- ¿Viene por el puesto?
-          ¿Qué puesto?- dijo Emilia ingenuamente, mirando uno a uno los diferentes medicamentos que estaban sobre la mesa de la cocina. Muchos, quizás demasiados.-  Perdón, pero ¿Quién es usted?
-          Enfermera.- dijo la mujer lacónica y algo fría.- ¿Es pariente del señor Magnus?

Emilia no supo contestar bien. Por un momento pareció confusa.
¿Pariente? Quizás sí…o no. No sabría contestar, porque en realidad se había esforzado en olvidar eso. 
Sí, había gastado algo más de siete años en tratar de olvidar a Magnus.
Mucho tiempo como para no sentirse confuso de pronto, si tienes que traer de vuelta todo eso que trataste de quitarte a toda costa.

Emilia asintió como toda respuesta.

-          ¿Pretende quedarse?- dijo la enfermera.

Emilia advirtió cierta esperanza en sus ojos.

-          ¿Dónde está? – dijo Emilia dubitativa, sin poder preguntar o responder nada más.

“En realidad tenía demasiadas dudas. ¿Dónde estaba? ¿Por qué había una enfermera en su casa? ¿Por qué me había llegado tal carta con el carácter de tan urgente? ¿Había alguien más en la casa? ¿Estaba enfermo? ¿Gravemente…? Y sobre todo, ¿Por qué yo, después de tanto tiempo, había decidido volver pensando que las cosas se solucionarían o tendrían un fin?
Me recordé a mí misma antes, cuando tras cada pelea, tras cada segundo…esos segundos horribles, me iba diciendo que no volvería nunca más. Pero era tonta, bastaba una palabra de él para que yo volviera. Así, tal cual, siempre bastaba una palabra y yo volvía.
¿No sería lo mismo ahora?
¿Otra vez? ¿Otra vez este vacío y estas lágrimas impotentes?
Tuve miedo de ser una tonta… otra vez. Tuve miedo de haber venido, de haber pensado que algo sucedía sin que fuera eso. Temiendo que como en esos días lejanos fueran sus palabras las que quisieran engañarme y hacerme volver.
Pero ¿Por qué? ¿Por qué después de siete años volver a lo mismo?
Y la verdad es que, extrañamente, casi estúpidamente, estaba preocupada por Magnus nuevamente. Pensando en que algo podría haberle sucedido.
Y el miedo. Sí, siempre el miedo.
De todas formas ¿No sabía esto yo ya? ¿No sabía que un día terminaría por encontrarme allá, donde fuera que estuviera, y tendría que volver?
A fin de cuentas, estos siete años no han sido más que un pestañeo. Un hermoso y dulce pestañeo.”

La enfermera miró severamente a Emilia por largo rato. Luego, como si decidiera que era algo confiable, le hizo un gesto con la mano y la condujo hacia la pieza que Emilia ya conocía, en silencio.
Ya en la puerta, sacó de su delantal otro frasco de pastillas.

-          Hace poco dejé un vaso de agua adentro. Dele tres pastillas, una azul, una verde y una roja. Quizás a usted se las reciba.- dijo, mientras se iba y la dejaba a solas.

Emilia miró el frasco de pastillas y luego la chapa de la puerta como si se le fuera la vida en ello.
Sintió la sangre fría corriendo por sus venas y se decidió a entrar, sabiendo que, una vez abierta la puerta, ya sería difícil dar pie atrás.
Cerró los ojos, respiró profundo y abrió.
Magnus estaba mirando el techo, cuando ella entró.
“Por un momento sentí que me dolían profundamente todas esas cosas juntas que antes había podido soportar.
Tuve que hacer mi máximo esfuerzo para permanecer en pie. Las rodillas no me respondían. Me resultaba una lucha cada paso.
Hubiera querido estar en mil partes diferentes menos en esa.
Magnus… ¿Quién era aquel ser que estaba recostado en esa cama, los brazos llenos de moretones, la frente sudada, el suero colgando al lado de la cama blanca de hospital…?
¿Dónde estaba realmente Magnus, ese Magnus enorme que yo conocí? ¿Imponente, fuerte, altivo, con sus ojos azules metálicos, su voz de trueno, su postura omnipotente…?
Qué extraño pasar de los segundos…qué extraño todo, hasta mi propio cuerpo…”

Magnus miró a Emilia largamente. Sus ojos fríos azul metálicos parecieron lanzar un destello. Se llenaron de lágrimas.
Emilia empequeñeció. De pronto sintió punzante la culpabilidad en su pecho.
Quizás…si se hubiera quedado…quizás…si hubiera intentado más…Quizás…quizás…
Ahora todo parecía tan triste. Tan decadente.
La casa se iba derritiendo a sus pies, las fotografías se iban difuminando. El color se volvía opaco, hasta oscuro.
Miró a Magnus, aún en el umbral de la puerta, con un nudo en la garganta.
Había envejecido mucho. De golpe. Aunque ella no podía afirmar eso, porque hace años que no lo veía.
Pero sí.
Irreal ese pelo blanco, irreal sus manos gastadas, irreal su mirada de viejo.
Emilia no lo hubiera creído si se lo hubieran dicho. Ella, aún siendo un poco menor que él, no había envejecido tan abruptamente. Ella, con todo, aún tenía ese aire juvenil, reflexivo y distraído que tuviera antes, cuando él la conoció.
Ahora él parecía, como nunca, frágil y solitario. Tan triste, tan débil.

Magnus se sentó en la cama y la miró con mayor detalle.
Sí, era Emilia.
La misma Emilia.
Su cabello revuelto, sus labios dubitativos; sus manos lastimadas, pero fuertes. Sus ojos llenos de miedo, pero intensos. Muy intensos, como flamas.
Parecía que nada hubiese cambiado demasiado en ella. Salvo quizás su mirada, más tranquila, más alta, pero no menos viva. Salvo quizás esa piel que ya no parecía tan doliente. Salvo quizás un beso guardado en alguna parte de sus labios. El beso de otro.
Magnus lo presintió.
Se le infló de ira el pecho, como cuando era más joven.

Emilia se acercó a la cama con suavidad. Se sentó en una esquina, en silencio. Sus ojos asustados se fijaron en Magnus.

-          Estás enfermo…-dijo ella con tristeza.

Magnus asintió con la mandíbula apretada, sin esbozar siquiera la intención de una palabra.

-          Me ha dicho la enfermera que debes tomarte los medicamentos.- Emilia sacó del frasco las tres pastillas correspondientes.  Una azul, como los ojos de Magnus. Una verde, como los ojos de Elías. Una roja, como la rosa que había llevado a Florencia antes de marcharse.- Tómalas…-dijo con una voz que trataba de ser cariñosa, aún cuando temblaba al mismo tiempo que sus manos.

Se levantó y se dirigió hacia el velador. Allí estaba el vaso de agua que la enfermera había dejado hace poco tiempo atrás.
Emilia extendió el vaso y las pastillas hacia Magnus, que la miraba en silencio, aún con la mandíbula apretada.
Magnus tomó el vaso con sus débiles manos. Lo observó por unos instantes. Vio como Emilia volvía a sentarse en la punta de la cama.
Él respiró profundamente, no sin cierta dificultad.

-          ¿Quién es?- dijo él, sereno aparentemente, aunque con ira contenida.

Emilia aguantó la respiración.
Hace mucho que no oía la voz de Magnus. Esa misma voz que la había seducido en algún momento.
Esa voz que había zigzagueado a través de su piel y sus oídos en algún pasado no tan remoto. Esa voz que tenía el poder de expresar los sentimientos más penetrantes de la Tierra.
Amor.
Odio.
Deseo.

-          ¿Quién es quién?- dijo ella, fuerte, aunque con cierta sospecha que desfilaba en un mal presentimiento. Muchos malos presentimientos. Muchas fotografías rasgadas.

Magnus sonrió irónicamente, con esos ojos metálicos suyos que adquirían perfiles de rayos asesinos.  Aún con todo lo que había sucedido, a Emilia le seguía pareciendo tremendamente atractiva esa sonrisa irónica.
De improviso, contra toda expectativa de ella, él lanzó el vaso y las pastillas hacia el suelo con fuerza.
El estruendo despertó a Emilia. Parecía la advertencia de un peligro inminente.
Emilia reconoció al Magnus que conocía tan bien. La respiración pesaba como plomo, pero se mantuvo firme.
Se preguntó si todo aquello… ¿Es real? ¿Fue real Elías? ¿Fue real aquel dulce beso que le dio en aquella casa sureña e invisible?
Parecía que nunca se hubiese marchado. Parecía que sentada en esa cama había permanecido siete años, soñando con Elías y la casa del ermitaño, esperando que ese estruendo de miedo y de sangre la despertara.
Emilia permaneció sentada, apretando los puños. El mismo lema de siempre: autocontrol. Serenidad aparente. Silencio doloroso.

-          Sabes que no tienes nada que reprocharme, Magnus.- dijo ella, al fin.
-          ¿Nada?- dijo Magnus risueño.- Con que nada ¿ehh?

Magnus se levantó de la cama.
Increíble como todo cambiaba en un instante precario. Increíble como bastaban unas cuantas palabras y unas cuantas miradas para cambiar todo.
Él se alzó como un guerrero en mitad de la noche. Ya no tenía esa apariencia débil o triste. Ya no parecía tan enfermo.
Se veía enorme, duro como una roca. Ojos llameantes, pecho infranqueable.
Emilia sintió un hormigueo en los pies. Una idea atravesó su mente: Era fácil. Muy fácil correr. Levantarse y salir corriendo. Correr hasta la puerta. Correr fuera de la casa. Correr unas cuantas cuadras. Correr hasta encontrar un taxi o un bus. Correr y huir.
Pero no podía respirar. No podía. Las lágrimas amenazaban con salir.
Ella trató de permanecer firme. Apretó los puños, se mordió los labios, sentada donde estaba.  Observando con estoicismo cruel cada movimiento de Magnus. Cada paso que él daba hacia ella.
Magnus se paró frente a frente a Emilia. Emilia, sosteniendo la mirada, y con la frente en alto, se levantó entonces.
Diez centímetros separaban sus miradas.

-        ¿Es uno?- dijo entonces él.- ¿O han sido varios?
-        Espero que no te refieras a lo que pienso.- dijo ella, conteniendo el titubeo de su voz.
-        ¡Puta! – gritó Magnus y abofeteó a Emilia con fuerza.- ¡Puta!

Emilia apretó los dientes con los ojos llorosos, pero no dijo nada. La mejilla ardía, pero no dejó que la viera llorar.

-        Ya no dejaré que me hagas esto.- dijo Emilia con la voz quebrada por la emoción, pero desafiante.- ¿Me oíste?

Magnus no se hizo esperar. Una segunda bofeteada con más fuerza que la anterior arrojó a Emilia al piso.

-        ¡Puta de mierda!- dijo él con la voz cargada de rabia.- Eso eres. ¿Crees que no lo sé? ¿Con cuántos te has revolcado en este tiempo? Debió ser fácil ¿No es así?

Emilia se levantó del piso con la misma actitud de antes. Altiva y firme. La sangre corría a través de sus labios y las manos le temblaban ya sin control, pero ella no lloró.

-        No he hecho nada de lo que dices.- dijo ella.- Pero sí, Magnus. Quizás sí he sido culpable. Quizás sí. ¿Y sabes por qué? – se dirigió hacia la puerta.- Porque ya no quiero sumergirme en este vacío. Porque quiero salir. Porque quiero recuperar lo que me quitaste.

Pero no alcanzó a llegar a la puerta.
Magnus tomó el bastón ortopédico que utilizaba para movilizarse y la golpeó por la espalda.
Emilia cayó al piso y no se pudo levantar ya.
Golpe tras golpe, una y otra y otra y… otra vez. Incansablemente.
Todo recobraba el color que antes tuviera, como si los golpes lejanos nunca se hubiesen arrancado de su piel.

“Era lo mismo.
Lo mismo de antes, cuando no podía levantar la mirada sin tener deseos de llorar.
¿Por qué no podría levantarme otra vez? ¿Por qué estos golpes que me trituraban no solo el cuerpo sino también el corazón?
Sentí que no tenía más fuerza.
Estoy cansada. Cansada.
Ya no quiero que duela más. Ya no quiero llorar más.
Ya no puedo. ¿Qué más quieren de mí?
¿Qué más?
Ya no puedo…ya no…mejor que me quiten el corazón y me dejen en paz. Mejor que me dejen morir.
Estoy cansada…”

Y entonces…Emilia lloró.
Lloró, porque no podía contenerlo, porque era como un huracán que se devoraba todas las memorias de su vida, los segundos de cada instante. Con rabia, con tristeza, con odio, con amor. Con fuerza, con desesperación. Como una niña.
Como si ese espacio y su alma adquirieran color de sombra.
Una sombra lejana que volvía a posarse en su mente, como un cuervo.
¿Y eso era lo que tenía que esperar? ¿Tantos años de tratar de sanar y volver a los golpes?
Apretó los dientes, cerró los ojos y dejó caer su cabeza al suelo. Extrañamente pudo sentir cada latigazo del bastón en contra de su espalda. Cada movimiento, cada corte a su piel.
 Extrañamente sintió cómo la sangre emanaba de sus labios, de su espalda, de sus piernas, de su frente.

“Uno. Dos…Tres golpes, Magnus. Cuatro. Cinco… ¿no ves que esto ya no puede doler más? ¿No ves que ya nada puedes obtener de mí ni de mi cuerpo? ¿No ves que ya nada puedes quitarme?”

Resignación era lo que antes había tenido. Pero hoy no. Emilia se volteó y recibió algunos golpes por el frente, en plena cara. Comenzó a luchar con Magnus, tratando de apoderarse del bastón, tratando de esquivar los golpes y rasguños de sus manos.

“No voy a estar aquí más. No permaneceré más en este espacio vacío. No sin luchar, no sin quitarme estas malditas lágrimas de encima. Estoy cansada.”

Magnus parecía una fiera. Nadie habría pensado que estaba enfermo y posiblemente moribundo. Algo sobrehumano lo bañaba en ese momento. Algo que exhalaba por todos sus poros, por toda su piel, a través de sus ojos, a través de su boca.
Ella había osado pensar en otro. ¡En otro! Con él aquí pudriéndose en el infierno. Con él aquí amándola aún, como desde los primeros días, poseído aún por la misticidad de sus cabellos y de sus ojos, deseando aún la caricia temblorosa de sus manos.
Lo pagaría. Lo pagaría caro.

“Eres mía. Mía.”

Emilia se fue levantando. Poco a poco, pero sólidamente.
Le arrebató el bastón a Magnus y lo alzó con fuerza. En la desesperación por quitárselo de encima, lo golpeó también, con fuerza, con rabia, como si descargara un chorro imponente de dolor desde su alma.
Magnus cayó finalmente. Con la respiración entrecortada, agotado, enfermo de nuevo, permaneció frágil en el suelo. La miró con sorpresa y con miedo, por primera vez.
Emilia, fruncido el ceño, apretada la mandíbula, lo miraba con ira, blandiendo el bastón como una espada.
“Ahora. Ahora”- se dijo.- “Ahora es tiempo de golpear.  Ahora es tiempo de devolver a este maldito todo lo que me ha hecho. Toda mi sangre, todas mis lágrimas. Ahora, Emilia, sé fuerte de una vez, golpéalo. Golpéalo tú.
Ahora. Ahora, sé fuerte.  Por una vez en tu vida, no tengas miedo. Ahora tú, Emilia, sé tú.”

Así pasaron algunos segundos eternos. Emilia, respirando con dificultad, hinchada la boca y parte del ojo derecho, sangrante y agitada, sostuvo el bastón en lo alto con la intención de descargar su dolor en Magnus.

-        Me hiciste una sombra, Magnus.- dijo ella, con lágrimas de rabia.- Yo fui una sombra por años, asustada de ti, preocupada por ti. Esperando que todo fuera diferente. ¿Y crees que no iba a poder vivir sin ti? ¿Crees que no iba a poder salir adelante sola, por mi propia cuenta, con mi propia fuerza?... Pues te equivocaste... Ya no aguantaré un golpe más. Ni uno solo.

Magnus, cansado también, no movió ni un solo músculo. Bastó ese instante para que entendiera que no era la misma Emilia.
Ella estaba de pie, con el bastón apretado con fuerza en su mano. Herida, pero de pie.
Irónico que ahora fuera Magnus quien experimentaba el miedo. El miedo de perder el control, de estar enfermo, de estar viejo y débil, de no tener ese poder enorme. De perder a Emilia.
Sus ojos azules asustados, miraron a Emilia con una tristeza profunda.

“¿Cómo es que me ha sucedido esto? ¿Cómo es que golpeé yo, aunque fuera en defensa propia? ¿Cómo es que pensé siquiera en golpear a Magnus ahora que está tirado en el suelo? ¿Cómo es que me transformé en este monstruo? ¿Cómo es que dejé que durante todos estos años…?”

Emilia suavizó su semblante. Unas últimas lágrimas cayeron de sus ojos. Apretó los labios, recordando los días cálidos en que lo había amado con locura. Sintiendo aún ese extraño suceso en su pecho, como si aún lo pudiese estrechar entre sus brazos y dejar que él la consumiera por completo.
Pero las cosas eran diferentes. Parecía que él no fuese la misma persona que ella hubiera visto, parecía que de repente todos los horrores emergían. ¿Cuánto tiempo había estado engañada mirándolo a los ojos y sintiendo que lo amaba? ¿Cuánto tiempo había estado pensando que él realmente era un hombre al cual podía admirar en tantos sentidos?

-        ¿Es que no te das cuenta de lo que me has hecho, Magnus? ¿No te das cuenta?- dijo ella.- Se acabó. Se acabó todo esto. ¡Ya no soy una sombra! Mírame, tengo cuerpo y alma. Tengo mi vida. Tengo mis sueños. Son míos y lucharé por ellos.

Emilia soltó el bastón. Arregló sus cabellos y se acercó a Magnus para ayudarlo a levantarse.

-        No me toques, mierda.- dijo Magnus.

Emilia lo miró con una mezcla de dulzura y dureza.

-        Vamos, no te quedes aquí, tienes que tomarte los medicamentos.- dijo ella con paciencia, tratando de levantarlo por los hombros.

Con ayuda de Magnus, lo logró. Él se puso en pie y miró a Emilia con el mismo semblante orgulloso y heroico que siempre había tenido. Luego se dirigió hacia la cama en silencio y se acostó.
Emilia se puso a pensar en cómo aquel destello de tristeza que tenía de vez en cuando desaparecía con tanta rapidez de su mirada.

-        Iré por un vaso de agua.- dijo ella.
-        No haré nada de lo que dices.- dijo él.
-        Traeré el vaso de agua y te tomarás las pastillas.- dijo ella con firmeza y salió de la habitación.

Emilia cerró la puerta y se apoyó en la pared.
Aún  temblaba.

“Por fin. Por fin, se ha acabado. Por fin.”

Respiró profundamente y rompió a llorar nuevamente.
¿Y por qué las estúpidas lágrimas ahora? No lo sabía.
Era como si su alma se fuera limpiando de una podredumbre asquerosa que la había encarcelado por demasiados siglos. Como si su alma sangrara al fin una herida que nunca había dejado de lastimar. Como si ella misma arrancara con brusquedad las costras de millones de cortes en su corazón.

-        ¿Se encuentra bien?- dijo la enfermera en mitad del pasillo, mirándola con cierto gesto humano y cariñoso.
-        Sí, gracias.- dijo Emilia secándose las lágrimas rápidamente.
-        ¿Le apetece un café?- dijo la enfermera.
-        Sí, me gustaría.- dijo ella con suavidad.- Pero primero debo traerle a Magnus un vaso de agua.

Emilia avanzó por el pasillo. Un chorro de luz que provenía de la ventana iluminó su rostro.
La enfermera se llevó con impresión las manos a la boca. Había oído el vaso romperse y algunos golpes, pero había pensado que se trataba de uno de los arranques de ira del señor. Nunca habría pensado que…pobre mujer, estaba muy lastimada. Sangraba mucho.

-        Pero…Santo cielo…usted necesita asistencia para esas heridas o se infectarán.- dijo la enfermera.

Emilia sonrió con amabilidad. Pero no contestó. Entró en la cocina y llenó un vaso de agua.

-        Mmm… ¿se quedará usted?- dijo la enfermera.
-        Sí.- dijo Emilia.- ¿Puede usted quedarse también y ayudarme?

La enfermera asintió.
Miró un poco más allá de las manos de Emilia. Allí, junto al refrigerador en la cocina estaba esa foto. El señor estaba joven entonces y junto a él sonreían una jovencita y una mujer.
Ella reconoció a Emilia entonces. La misma mujer.
Aquella que él llamaba en sueños.

-        ¿Cuánto le queda?- dijo Emilia repentinamente.
-        Es difícil saberlo.- dijo la enfermera.- Más aún si no se toma los medicamentos. He tratado de todo, pero no hay caso. Lo mismo las otras tres enfermeras.
-        ¿Qué les pasó?- dijo Emilia.
-        Se cansaron y se fueron.- dijo la enfermera, acercándose y examinando las heridas de Emilia.- ¿Está segura de que quiere volver? No estoy segura de que él se tome los medicamentos así como así.
-        Descuide, ahora se los tomará.- dijo Emilia y salió de la cocina.

Entró en la habitación nuevamente. Allí estaba Magnus, esperándola con su semblante siempre recto e impenetrable.
Ella estiró el brazo y le entregó las pastillas y el vaso nuevamente.
Magnus hizo un ademán de asco.

-        Te las tomarás ahora.- dijo ella con fiereza.
-        ¿Lo amas?- dijo él, tomando el vaso y las pastillas.

Emilia suspiró. Se sentó en el suelo, junto a la cama de Magnus. Miró sus manos y pensó en los besos maravillosos que Elías le había dado aquella vez.

-        Magnus…- le dijo en un tono extrañamente cariñoso y enfermizo.- ¿Por qué insistes en preguntarme esto?
-        Porque te amo.- dijo él, aún sosteniendo el vaso y las pastillas, mientras sus ojos azulados adquirían una tristeza profunda.
-        Ha pasado demasiado tiempo.- dijo Emilia con tristeza también.- No vale la pena que tomemos en cuenta esto ahora.
-        No me tomaré las pastillas.- dijo él fríamente.- No tiene sentido que lo haga si de todas formas voy a morir.
-        No seas tan terco, tómatelas.- dijo ella, sentándose en la cama a su lado y tratando de que bebiera un poco de agua.
-        ¿Lo amas?- dijo él nuevamente, buscando en sus ojos, casi con desesperación.

Emilia negó con la cabeza por la obstinación de Magnus. Una real tristeza la invadió. ¿Por qué ahora? ¿Por qué sentía que era ella quien había cambiado tanto…que era ella quién le había destrozado el corazón a él?

-        Sí.- contestó ella con lágrimas en los ojos.

Magnus no dijo nada. Bebió las pastillas de una sola vez, se tragó el agua y lanzó el vaso en contra de la puerta.
La miró largamente. Su rostro duro parecía lejano y desconfigurado.
Suavemente, se acercó a su rostro y la besó. Emilia sintió ganas de llorar cuando sintió ese beso desesperado vulnerando su boca, llenando de asco de nuevo aquel lugar que había limpiado con horas de silencio y lectura.
Se alejó de él con brusquedad, turbada, con lágrimas en los ojos.

-        Vete.- dijo Magnus dolidamente.- Vete con él. Tarde o temprano ese pobre infeliz pagará el precio de haberse enamorado de ti.

-        Me quedaré.- dijo ella conteniendo el llanto, sintiendo que no podría sostenerse a sí misma por mucho tiempo más.- Me quedaré hasta que sea necesario. Ambos sabemos que así debe ser…si este ciclo de dolor ha de morir contigo, entonces me quedaré hasta el final.  *



Ana Diez