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domingo, 1 de enero de 2017

Fragmento 29/10/2012

* Emilia caminó pausadamente en las calles de la ciudad. Todo parecía tan distinto de pronto, como si alguna pieza de un rompecabezas hubiese sido arrancada de cuajo y desarticulado hasta el espacio que lo sostenía externamente.
Un reguero de piezas inconexas, o rotas entre sí sobre una atmósfera vaga y humosa.
Parecía hasta ilógica la combinación de elementos tan familiares, pero tan extrañados entre sí, como si se tratara de lugares diferentes.
Hace años, años, años que no pisaba esas calles tan reales, con sus nombres que se sabía de memoria  solo porque habían estado ausentes mucho tiempo (antes, cuando vivía allí, no conseguía recordarlos nunca); con sus rincones tan transitados en su niñez…con las casas que ya conocía, con la gente que parecía ser la misma de antes… y de pronto, era como si se las hubieran arrebatado para construir otros recuerdos encima. Como si con los retazos de un vestido viejo, hubiesen remendado uno nuevo.
Tenía un sentimiento extraño, una especie de ensoñación o de inconsistencia de la realidad…de pronto ¿estaba precisamente allí, donde creía que estaba? ¿Había llegado la carta realmente y había tomado esa decisión tan terrible?
Decisión terrible.
Sí, puede ser. Pero se diría que ya ni siquiera podía sentir miedo. Tan extrañada estaba de sí misma y de todo eso que sucedía, como si esa vida nunca hubiese sido realmente suya.
Probablemente, si se hubiera encontrado con un espejo no se hubiera reconocido.
Probablemente si se hubiera encontrado con sus propios hermanos, sus propios padres…o…con quien fuera que le importase, no lo hubiera reconocido.
Dobló en esa esquina. Esa misma esquina en donde había dado su primer beso un día de diciembre.
Caminó sobre esa acera…esa misma que era igual a tantas otras aceras de la ciudad, pero con una ligera diferencia: allí había dibujado muchas veces con tiza, allí había conocido a ciertas personas, allí se había caído aquella vez…cuando tenía nueve años y se había hecho la cicatriz que aún tenía sobre la rodilla.
Por alguna razón el tiempo resultaba algo esquizoide. Parecía muy lento, tanto, que cuando Emilia llegó a esa misma casa, cuando estuvo frente a esa misma puerta, le resultó sorpresivo que hubiese llegado allí después de tantos años. Lento, pero rápido. Años que gotean y caen de improviso en un solo momento. ¿Cómo es posible que todos esos segundos converjan así de golpe?
Una vida entera que pasó en cuestión de minutos por su cabeza a modo de traviesos flashbacks.
Se preguntó si debía tocar la puerta o huir otra vez. Huir de la casa y lo que había dentro, quemar la carta, irse. Ni siquiera volver con Elías.
Pero eso adquiría rasgos de locura. Mucha. Ya demasiada.
Más de la que ella misma podía soportar, aún cuando siempre se había reconocido víctima de esa locura tan callada.
Alzó la mano para golpear la puerta, pero se detuvo.
¿Estaría la llave aún allí? ¿Justo debajo de la puerta, bajo una tabla del piso que se quitaba con facilidad si sabías donde dar el golpe justo?
Probó.
Allí estaba la llave.
Le pareció que tomando esa llave entre sus manos y girándola en la cerradura todo parecía volver a un punto exacto de su vida y quedarse allí, como si nada hubiese pasado realmente. Una llave al pasado mismo.
Contuvo la respiración y abrió con suavidad la puerta, esperando quizás que saltara sobre ella una bomba hendida entre las murallas plagadas de dibujos de la casa.
Al entrar se detuvo a mirar esos dibujos uno por uno, detalle a detalle.
Lo recordaba.
Siempre se dijo a sí misma que si tenía una casa algún día, estaría plagada de dibujos e historias, trenzando una huella digital de su alma por todas partes.
Allí estaban. Allí, en aquella casa que había sido la suya por muchos años. Huir de ese lugar había sido efectivamente huir de sí misma.
Lo sabía…quizás siempre lo había sabido y por eso había decidido hacerlo.
Silenciosamente, como lo hiciera siempre hace años, recorrió el pasillo de la casa; allí había dos caminos.
Quizás la cocina, quizás la habitación. ¿Cuál seguir? Ambos parecían latir más fuerte que su propio corazón. Ambos parecían ojos metálicos apuñalando su propio reflejo.
Tenía un nudo en la garganta, pero ciertamente no podía llorar.
Pensó en el sueño. ¿No tenía esa misma sensación ahora que ya no soñaba? ¿No sentía también ese agujero negro que parecía tragarse todo y al mismo tiempo devolverle tantas imágenes centrifugadas a la cabeza?
Una foto en la muralla.
Una foto antigua, gastada ya en varias partes.
Emilia no pudo evitar sonreír mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Sí, pensó, ese fue el cumpleaños número 12 de Florencia.
“Era bonita. Más bonita de lo que yo siempre pude haber soñado. Más bonita que algún familiar mío. Con esa belleza que no se conoce a sí misma, con esos ojos que reflejaban una inteligencia constante, un desafío de descubrirlo todo, obtener todo lo imaginable, por más imposible que pareciese…”
Suavemente, como en un deseo tardío de dar un abrazo lejano, Emilia acarició con nostalgia aquella fotografía. Una puntada atravesó su corazón, agrietado ya por las murallas de la casa.
Respiró profundo y se dirigió hacia la cocina con cautela.
Allí estaba una mujer de mediana edad, pelo largo y lacio, ojos cafés, mirada de hastío. Delantal blanco. Apariencia muy pulcra, muy rigurosa.
Acomodaba con diligencia pastillas de diferentes colores en diferentes frascos.

-          ¿Buenas tardes?- dijo Emilia, con aquella actitud inconsciente, aquel desconcierto de quien encuentra a alguien extraño en su propia casa, aunque esa casa ya no lo fuese.
-          Buenas tardes.- dijo la mujer con una mirada de recelo.- ¿Viene por el puesto?
-          ¿Qué puesto?- dijo Emilia ingenuamente, mirando uno a uno los diferentes medicamentos que estaban sobre la mesa de la cocina. Muchos, quizás demasiados.-  Perdón, pero ¿Quién es usted?
-          Enfermera.- dijo la mujer lacónica y algo fría.- ¿Es pariente del señor Magnus?

Emilia no supo contestar bien. Por un momento pareció confusa.
¿Pariente? Quizás sí…o no. No sabría contestar, porque en realidad se había esforzado en olvidar eso. 
Sí, había gastado algo más de siete años en tratar de olvidar a Magnus.
Mucho tiempo como para no sentirse confuso de pronto, si tienes que traer de vuelta todo eso que trataste de quitarte a toda costa.

Emilia asintió como toda respuesta.

-          ¿Pretende quedarse?- dijo la enfermera.

Emilia advirtió cierta esperanza en sus ojos.

-          ¿Dónde está? – dijo Emilia dubitativa, sin poder preguntar o responder nada más.

“En realidad tenía demasiadas dudas. ¿Dónde estaba? ¿Por qué había una enfermera en su casa? ¿Por qué me había llegado tal carta con el carácter de tan urgente? ¿Había alguien más en la casa? ¿Estaba enfermo? ¿Gravemente…? Y sobre todo, ¿Por qué yo, después de tanto tiempo, había decidido volver pensando que las cosas se solucionarían o tendrían un fin?
Me recordé a mí misma antes, cuando tras cada pelea, tras cada segundo…esos segundos horribles, me iba diciendo que no volvería nunca más. Pero era tonta, bastaba una palabra de él para que yo volviera. Así, tal cual, siempre bastaba una palabra y yo volvía.
¿No sería lo mismo ahora?
¿Otra vez? ¿Otra vez este vacío y estas lágrimas impotentes?
Tuve miedo de ser una tonta… otra vez. Tuve miedo de haber venido, de haber pensado que algo sucedía sin que fuera eso. Temiendo que como en esos días lejanos fueran sus palabras las que quisieran engañarme y hacerme volver.
Pero ¿Por qué? ¿Por qué después de siete años volver a lo mismo?
Y la verdad es que, extrañamente, casi estúpidamente, estaba preocupada por Magnus nuevamente. Pensando en que algo podría haberle sucedido.
Y el miedo. Sí, siempre el miedo.
De todas formas ¿No sabía esto yo ya? ¿No sabía que un día terminaría por encontrarme allá, donde fuera que estuviera, y tendría que volver?
A fin de cuentas, estos siete años no han sido más que un pestañeo. Un hermoso y dulce pestañeo.”

La enfermera miró severamente a Emilia por largo rato. Luego, como si decidiera que era algo confiable, le hizo un gesto con la mano y la condujo hacia la pieza que Emilia ya conocía, en silencio.
Ya en la puerta, sacó de su delantal otro frasco de pastillas.

-          Hace poco dejé un vaso de agua adentro. Dele tres pastillas, una azul, una verde y una roja. Quizás a usted se las reciba.- dijo, mientras se iba y la dejaba a solas.

Emilia miró el frasco de pastillas y luego la chapa de la puerta como si se le fuera la vida en ello.
Sintió la sangre fría corriendo por sus venas y se decidió a entrar, sabiendo que, una vez abierta la puerta, ya sería difícil dar pie atrás.
Cerró los ojos, respiró profundo y abrió.
Magnus estaba mirando el techo, cuando ella entró.
“Por un momento sentí que me dolían profundamente todas esas cosas juntas que antes había podido soportar.
Tuve que hacer mi máximo esfuerzo para permanecer en pie. Las rodillas no me respondían. Me resultaba una lucha cada paso.
Hubiera querido estar en mil partes diferentes menos en esa.
Magnus… ¿Quién era aquel ser que estaba recostado en esa cama, los brazos llenos de moretones, la frente sudada, el suero colgando al lado de la cama blanca de hospital…?
¿Dónde estaba realmente Magnus, ese Magnus enorme que yo conocí? ¿Imponente, fuerte, altivo, con sus ojos azules metálicos, su voz de trueno, su postura omnipotente…?
Qué extraño pasar de los segundos…qué extraño todo, hasta mi propio cuerpo…”

Magnus miró a Emilia largamente. Sus ojos fríos azul metálicos parecieron lanzar un destello. Se llenaron de lágrimas.
Emilia empequeñeció. De pronto sintió punzante la culpabilidad en su pecho.
Quizás…si se hubiera quedado…quizás…si hubiera intentado más…Quizás…quizás…
Ahora todo parecía tan triste. Tan decadente.
La casa se iba derritiendo a sus pies, las fotografías se iban difuminando. El color se volvía opaco, hasta oscuro.
Miró a Magnus, aún en el umbral de la puerta, con un nudo en la garganta.
Había envejecido mucho. De golpe. Aunque ella no podía afirmar eso, porque hace años que no lo veía.
Pero sí.
Irreal ese pelo blanco, irreal sus manos gastadas, irreal su mirada de viejo.
Emilia no lo hubiera creído si se lo hubieran dicho. Ella, aún siendo un poco menor que él, no había envejecido tan abruptamente. Ella, con todo, aún tenía ese aire juvenil, reflexivo y distraído que tuviera antes, cuando él la conoció.
Ahora él parecía, como nunca, frágil y solitario. Tan triste, tan débil.

Magnus se sentó en la cama y la miró con mayor detalle.
Sí, era Emilia.
La misma Emilia.
Su cabello revuelto, sus labios dubitativos; sus manos lastimadas, pero fuertes. Sus ojos llenos de miedo, pero intensos. Muy intensos, como flamas.
Parecía que nada hubiese cambiado demasiado en ella. Salvo quizás su mirada, más tranquila, más alta, pero no menos viva. Salvo quizás esa piel que ya no parecía tan doliente. Salvo quizás un beso guardado en alguna parte de sus labios. El beso de otro.
Magnus lo presintió.
Se le infló de ira el pecho, como cuando era más joven.

Emilia se acercó a la cama con suavidad. Se sentó en una esquina, en silencio. Sus ojos asustados se fijaron en Magnus.

-          Estás enfermo…-dijo ella con tristeza.

Magnus asintió con la mandíbula apretada, sin esbozar siquiera la intención de una palabra.

-          Me ha dicho la enfermera que debes tomarte los medicamentos.- Emilia sacó del frasco las tres pastillas correspondientes.  Una azul, como los ojos de Magnus. Una verde, como los ojos de Elías. Una roja, como la rosa que había llevado a Florencia antes de marcharse.- Tómalas…-dijo con una voz que trataba de ser cariñosa, aún cuando temblaba al mismo tiempo que sus manos.

Se levantó y se dirigió hacia el velador. Allí estaba el vaso de agua que la enfermera había dejado hace poco tiempo atrás.
Emilia extendió el vaso y las pastillas hacia Magnus, que la miraba en silencio, aún con la mandíbula apretada.
Magnus tomó el vaso con sus débiles manos. Lo observó por unos instantes. Vio como Emilia volvía a sentarse en la punta de la cama.
Él respiró profundamente, no sin cierta dificultad.

-          ¿Quién es?- dijo él, sereno aparentemente, aunque con ira contenida.

Emilia aguantó la respiración.
Hace mucho que no oía la voz de Magnus. Esa misma voz que la había seducido en algún momento.
Esa voz que había zigzagueado a través de su piel y sus oídos en algún pasado no tan remoto. Esa voz que tenía el poder de expresar los sentimientos más penetrantes de la Tierra.
Amor.
Odio.
Deseo.

-          ¿Quién es quién?- dijo ella, fuerte, aunque con cierta sospecha que desfilaba en un mal presentimiento. Muchos malos presentimientos. Muchas fotografías rasgadas.

Magnus sonrió irónicamente, con esos ojos metálicos suyos que adquirían perfiles de rayos asesinos.  Aún con todo lo que había sucedido, a Emilia le seguía pareciendo tremendamente atractiva esa sonrisa irónica.
De improviso, contra toda expectativa de ella, él lanzó el vaso y las pastillas hacia el suelo con fuerza.
El estruendo despertó a Emilia. Parecía la advertencia de un peligro inminente.
Emilia reconoció al Magnus que conocía tan bien. La respiración pesaba como plomo, pero se mantuvo firme.
Se preguntó si todo aquello… ¿Es real? ¿Fue real Elías? ¿Fue real aquel dulce beso que le dio en aquella casa sureña e invisible?
Parecía que nunca se hubiese marchado. Parecía que sentada en esa cama había permanecido siete años, soñando con Elías y la casa del ermitaño, esperando que ese estruendo de miedo y de sangre la despertara.
Emilia permaneció sentada, apretando los puños. El mismo lema de siempre: autocontrol. Serenidad aparente. Silencio doloroso.

-          Sabes que no tienes nada que reprocharme, Magnus.- dijo ella, al fin.
-          ¿Nada?- dijo Magnus risueño.- Con que nada ¿ehh?

Magnus se levantó de la cama.
Increíble como todo cambiaba en un instante precario. Increíble como bastaban unas cuantas palabras y unas cuantas miradas para cambiar todo.
Él se alzó como un guerrero en mitad de la noche. Ya no tenía esa apariencia débil o triste. Ya no parecía tan enfermo.
Se veía enorme, duro como una roca. Ojos llameantes, pecho infranqueable.
Emilia sintió un hormigueo en los pies. Una idea atravesó su mente: Era fácil. Muy fácil correr. Levantarse y salir corriendo. Correr hasta la puerta. Correr fuera de la casa. Correr unas cuantas cuadras. Correr hasta encontrar un taxi o un bus. Correr y huir.
Pero no podía respirar. No podía. Las lágrimas amenazaban con salir.
Ella trató de permanecer firme. Apretó los puños, se mordió los labios, sentada donde estaba.  Observando con estoicismo cruel cada movimiento de Magnus. Cada paso que él daba hacia ella.
Magnus se paró frente a frente a Emilia. Emilia, sosteniendo la mirada, y con la frente en alto, se levantó entonces.
Diez centímetros separaban sus miradas.

-        ¿Es uno?- dijo entonces él.- ¿O han sido varios?
-        Espero que no te refieras a lo que pienso.- dijo ella, conteniendo el titubeo de su voz.
-        ¡Puta! – gritó Magnus y abofeteó a Emilia con fuerza.- ¡Puta!

Emilia apretó los dientes con los ojos llorosos, pero no dijo nada. La mejilla ardía, pero no dejó que la viera llorar.

-        Ya no dejaré que me hagas esto.- dijo Emilia con la voz quebrada por la emoción, pero desafiante.- ¿Me oíste?

Magnus no se hizo esperar. Una segunda bofeteada con más fuerza que la anterior arrojó a Emilia al piso.

-        ¡Puta de mierda!- dijo él con la voz cargada de rabia.- Eso eres. ¿Crees que no lo sé? ¿Con cuántos te has revolcado en este tiempo? Debió ser fácil ¿No es así?

Emilia se levantó del piso con la misma actitud de antes. Altiva y firme. La sangre corría a través de sus labios y las manos le temblaban ya sin control, pero ella no lloró.

-        No he hecho nada de lo que dices.- dijo ella.- Pero sí, Magnus. Quizás sí he sido culpable. Quizás sí. ¿Y sabes por qué? – se dirigió hacia la puerta.- Porque ya no quiero sumergirme en este vacío. Porque quiero salir. Porque quiero recuperar lo que me quitaste.

Pero no alcanzó a llegar a la puerta.
Magnus tomó el bastón ortopédico que utilizaba para movilizarse y la golpeó por la espalda.
Emilia cayó al piso y no se pudo levantar ya.
Golpe tras golpe, una y otra y otra y… otra vez. Incansablemente.
Todo recobraba el color que antes tuviera, como si los golpes lejanos nunca se hubiesen arrancado de su piel.

“Era lo mismo.
Lo mismo de antes, cuando no podía levantar la mirada sin tener deseos de llorar.
¿Por qué no podría levantarme otra vez? ¿Por qué estos golpes que me trituraban no solo el cuerpo sino también el corazón?
Sentí que no tenía más fuerza.
Estoy cansada. Cansada.
Ya no quiero que duela más. Ya no quiero llorar más.
Ya no puedo. ¿Qué más quieren de mí?
¿Qué más?
Ya no puedo…ya no…mejor que me quiten el corazón y me dejen en paz. Mejor que me dejen morir.
Estoy cansada…”

Y entonces…Emilia lloró.
Lloró, porque no podía contenerlo, porque era como un huracán que se devoraba todas las memorias de su vida, los segundos de cada instante. Con rabia, con tristeza, con odio, con amor. Con fuerza, con desesperación. Como una niña.
Como si ese espacio y su alma adquirieran color de sombra.
Una sombra lejana que volvía a posarse en su mente, como un cuervo.
¿Y eso era lo que tenía que esperar? ¿Tantos años de tratar de sanar y volver a los golpes?
Apretó los dientes, cerró los ojos y dejó caer su cabeza al suelo. Extrañamente pudo sentir cada latigazo del bastón en contra de su espalda. Cada movimiento, cada corte a su piel.
 Extrañamente sintió cómo la sangre emanaba de sus labios, de su espalda, de sus piernas, de su frente.

“Uno. Dos…Tres golpes, Magnus. Cuatro. Cinco… ¿no ves que esto ya no puede doler más? ¿No ves que ya nada puedes obtener de mí ni de mi cuerpo? ¿No ves que ya nada puedes quitarme?”

Resignación era lo que antes había tenido. Pero hoy no. Emilia se volteó y recibió algunos golpes por el frente, en plena cara. Comenzó a luchar con Magnus, tratando de apoderarse del bastón, tratando de esquivar los golpes y rasguños de sus manos.

“No voy a estar aquí más. No permaneceré más en este espacio vacío. No sin luchar, no sin quitarme estas malditas lágrimas de encima. Estoy cansada.”

Magnus parecía una fiera. Nadie habría pensado que estaba enfermo y posiblemente moribundo. Algo sobrehumano lo bañaba en ese momento. Algo que exhalaba por todos sus poros, por toda su piel, a través de sus ojos, a través de su boca.
Ella había osado pensar en otro. ¡En otro! Con él aquí pudriéndose en el infierno. Con él aquí amándola aún, como desde los primeros días, poseído aún por la misticidad de sus cabellos y de sus ojos, deseando aún la caricia temblorosa de sus manos.
Lo pagaría. Lo pagaría caro.

“Eres mía. Mía.”

Emilia se fue levantando. Poco a poco, pero sólidamente.
Le arrebató el bastón a Magnus y lo alzó con fuerza. En la desesperación por quitárselo de encima, lo golpeó también, con fuerza, con rabia, como si descargara un chorro imponente de dolor desde su alma.
Magnus cayó finalmente. Con la respiración entrecortada, agotado, enfermo de nuevo, permaneció frágil en el suelo. La miró con sorpresa y con miedo, por primera vez.
Emilia, fruncido el ceño, apretada la mandíbula, lo miraba con ira, blandiendo el bastón como una espada.
“Ahora. Ahora”- se dijo.- “Ahora es tiempo de golpear.  Ahora es tiempo de devolver a este maldito todo lo que me ha hecho. Toda mi sangre, todas mis lágrimas. Ahora, Emilia, sé fuerte de una vez, golpéalo. Golpéalo tú.
Ahora. Ahora, sé fuerte.  Por una vez en tu vida, no tengas miedo. Ahora tú, Emilia, sé tú.”

Así pasaron algunos segundos eternos. Emilia, respirando con dificultad, hinchada la boca y parte del ojo derecho, sangrante y agitada, sostuvo el bastón en lo alto con la intención de descargar su dolor en Magnus.

-        Me hiciste una sombra, Magnus.- dijo ella, con lágrimas de rabia.- Yo fui una sombra por años, asustada de ti, preocupada por ti. Esperando que todo fuera diferente. ¿Y crees que no iba a poder vivir sin ti? ¿Crees que no iba a poder salir adelante sola, por mi propia cuenta, con mi propia fuerza?... Pues te equivocaste... Ya no aguantaré un golpe más. Ni uno solo.

Magnus, cansado también, no movió ni un solo músculo. Bastó ese instante para que entendiera que no era la misma Emilia.
Ella estaba de pie, con el bastón apretado con fuerza en su mano. Herida, pero de pie.
Irónico que ahora fuera Magnus quien experimentaba el miedo. El miedo de perder el control, de estar enfermo, de estar viejo y débil, de no tener ese poder enorme. De perder a Emilia.
Sus ojos azules asustados, miraron a Emilia con una tristeza profunda.

“¿Cómo es que me ha sucedido esto? ¿Cómo es que golpeé yo, aunque fuera en defensa propia? ¿Cómo es que pensé siquiera en golpear a Magnus ahora que está tirado en el suelo? ¿Cómo es que me transformé en este monstruo? ¿Cómo es que dejé que durante todos estos años…?”

Emilia suavizó su semblante. Unas últimas lágrimas cayeron de sus ojos. Apretó los labios, recordando los días cálidos en que lo había amado con locura. Sintiendo aún ese extraño suceso en su pecho, como si aún lo pudiese estrechar entre sus brazos y dejar que él la consumiera por completo.
Pero las cosas eran diferentes. Parecía que él no fuese la misma persona que ella hubiera visto, parecía que de repente todos los horrores emergían. ¿Cuánto tiempo había estado engañada mirándolo a los ojos y sintiendo que lo amaba? ¿Cuánto tiempo había estado pensando que él realmente era un hombre al cual podía admirar en tantos sentidos?

-        ¿Es que no te das cuenta de lo que me has hecho, Magnus? ¿No te das cuenta?- dijo ella.- Se acabó. Se acabó todo esto. ¡Ya no soy una sombra! Mírame, tengo cuerpo y alma. Tengo mi vida. Tengo mis sueños. Son míos y lucharé por ellos.

Emilia soltó el bastón. Arregló sus cabellos y se acercó a Magnus para ayudarlo a levantarse.

-        No me toques, mierda.- dijo Magnus.

Emilia lo miró con una mezcla de dulzura y dureza.

-        Vamos, no te quedes aquí, tienes que tomarte los medicamentos.- dijo ella con paciencia, tratando de levantarlo por los hombros.

Con ayuda de Magnus, lo logró. Él se puso en pie y miró a Emilia con el mismo semblante orgulloso y heroico que siempre había tenido. Luego se dirigió hacia la cama en silencio y se acostó.
Emilia se puso a pensar en cómo aquel destello de tristeza que tenía de vez en cuando desaparecía con tanta rapidez de su mirada.

-        Iré por un vaso de agua.- dijo ella.
-        No haré nada de lo que dices.- dijo él.
-        Traeré el vaso de agua y te tomarás las pastillas.- dijo ella con firmeza y salió de la habitación.

Emilia cerró la puerta y se apoyó en la pared.
Aún  temblaba.

“Por fin. Por fin, se ha acabado. Por fin.”

Respiró profundamente y rompió a llorar nuevamente.
¿Y por qué las estúpidas lágrimas ahora? No lo sabía.
Era como si su alma se fuera limpiando de una podredumbre asquerosa que la había encarcelado por demasiados siglos. Como si su alma sangrara al fin una herida que nunca había dejado de lastimar. Como si ella misma arrancara con brusquedad las costras de millones de cortes en su corazón.

-        ¿Se encuentra bien?- dijo la enfermera en mitad del pasillo, mirándola con cierto gesto humano y cariñoso.
-        Sí, gracias.- dijo Emilia secándose las lágrimas rápidamente.
-        ¿Le apetece un café?- dijo la enfermera.
-        Sí, me gustaría.- dijo ella con suavidad.- Pero primero debo traerle a Magnus un vaso de agua.

Emilia avanzó por el pasillo. Un chorro de luz que provenía de la ventana iluminó su rostro.
La enfermera se llevó con impresión las manos a la boca. Había oído el vaso romperse y algunos golpes, pero había pensado que se trataba de uno de los arranques de ira del señor. Nunca habría pensado que…pobre mujer, estaba muy lastimada. Sangraba mucho.

-        Pero…Santo cielo…usted necesita asistencia para esas heridas o se infectarán.- dijo la enfermera.

Emilia sonrió con amabilidad. Pero no contestó. Entró en la cocina y llenó un vaso de agua.

-        Mmm… ¿se quedará usted?- dijo la enfermera.
-        Sí.- dijo Emilia.- ¿Puede usted quedarse también y ayudarme?

La enfermera asintió.
Miró un poco más allá de las manos de Emilia. Allí, junto al refrigerador en la cocina estaba esa foto. El señor estaba joven entonces y junto a él sonreían una jovencita y una mujer.
Ella reconoció a Emilia entonces. La misma mujer.
Aquella que él llamaba en sueños.

-        ¿Cuánto le queda?- dijo Emilia repentinamente.
-        Es difícil saberlo.- dijo la enfermera.- Más aún si no se toma los medicamentos. He tratado de todo, pero no hay caso. Lo mismo las otras tres enfermeras.
-        ¿Qué les pasó?- dijo Emilia.
-        Se cansaron y se fueron.- dijo la enfermera, acercándose y examinando las heridas de Emilia.- ¿Está segura de que quiere volver? No estoy segura de que él se tome los medicamentos así como así.
-        Descuide, ahora se los tomará.- dijo Emilia y salió de la cocina.

Entró en la habitación nuevamente. Allí estaba Magnus, esperándola con su semblante siempre recto e impenetrable.
Ella estiró el brazo y le entregó las pastillas y el vaso nuevamente.
Magnus hizo un ademán de asco.

-        Te las tomarás ahora.- dijo ella con fiereza.
-        ¿Lo amas?- dijo él, tomando el vaso y las pastillas.

Emilia suspiró. Se sentó en el suelo, junto a la cama de Magnus. Miró sus manos y pensó en los besos maravillosos que Elías le había dado aquella vez.

-        Magnus…- le dijo en un tono extrañamente cariñoso y enfermizo.- ¿Por qué insistes en preguntarme esto?
-        Porque te amo.- dijo él, aún sosteniendo el vaso y las pastillas, mientras sus ojos azulados adquirían una tristeza profunda.
-        Ha pasado demasiado tiempo.- dijo Emilia con tristeza también.- No vale la pena que tomemos en cuenta esto ahora.
-        No me tomaré las pastillas.- dijo él fríamente.- No tiene sentido que lo haga si de todas formas voy a morir.
-        No seas tan terco, tómatelas.- dijo ella, sentándose en la cama a su lado y tratando de que bebiera un poco de agua.
-        ¿Lo amas?- dijo él nuevamente, buscando en sus ojos, casi con desesperación.

Emilia negó con la cabeza por la obstinación de Magnus. Una real tristeza la invadió. ¿Por qué ahora? ¿Por qué sentía que era ella quien había cambiado tanto…que era ella quién le había destrozado el corazón a él?

-        Sí.- contestó ella con lágrimas en los ojos.

Magnus no dijo nada. Bebió las pastillas de una sola vez, se tragó el agua y lanzó el vaso en contra de la puerta.
La miró largamente. Su rostro duro parecía lejano y desconfigurado.
Suavemente, se acercó a su rostro y la besó. Emilia sintió ganas de llorar cuando sintió ese beso desesperado vulnerando su boca, llenando de asco de nuevo aquel lugar que había limpiado con horas de silencio y lectura.
Se alejó de él con brusquedad, turbada, con lágrimas en los ojos.

-        Vete.- dijo Magnus dolidamente.- Vete con él. Tarde o temprano ese pobre infeliz pagará el precio de haberse enamorado de ti.

-        Me quedaré.- dijo ella conteniendo el llanto, sintiendo que no podría sostenerse a sí misma por mucho tiempo más.- Me quedaré hasta que sea necesario. Ambos sabemos que así debe ser…si este ciclo de dolor ha de morir contigo, entonces me quedaré hasta el final.  *



Ana Diez