Para hablar de vida, tus ojos cafés tendrían que brillar mientras caminas, con esa dulzura que muestras al sonreír, pero que vas perdiendo en el camino.
Para hablar de vida tendríamos que bailar. Bailar a las 3 de la mañana en una calle desierta, solos tú y yo. O bailar un tango en el metro, en hora punta y en la línea 1. Porque solo entonces sabríamos de nuestra humanidad sudorosa y apasionada entre rejas, delimitada por líneas amarillas intraspasables.
Para hablar de vida tendría que ir a ver a mis viejos ancianos, a mis viejos abuelos, a mis viejos yos, a mis viejas raíces. Tendría que mirarles a la cara con afecto y sin reproches, y preguntarles con valentía por el pasado, por la muerte, por las hojas que caen en el otoño, por los desaparecidos, por las cartas que no llegaron a su destino desde la extinta oficina de correos, por las pesadillas, por las peleas de sangre entre dinastías pasadas, por las hambrunas de pueblos lejanos y cercanos, por el origen de todas las preguntas.
Para hablar de vida tendría que caminar por las calles con los pies descalzos y la mirada transparente, buscando mariposas entremedio de los tacos. Jugando con la lluvia a quién cae más lejos, a quién transforma antes en celeste congelado su corazón.
Para hablar de vida tendría que darte la mano mientras cantas una canción a un público enorme, tú cantando a todo pulmón y yo solo observando con una sonrisa tus ojos vibrantes, tus manos heladas, tu miedo secreto, tu fluir entre fluidos que se solidifican.
Para hablar de vida tendría que dejar de describir el mundo a través de una vitrina, tendría que dejar de mirarme a mí misma como en un sellado al vacío, como en una separación artificial del afuera y del adentro, como excluyéndome de la realidad misma. Tendría que darme cuenta de que no soy parte del mundo, sino que soy el mundo, yo soy el afuera y el adentro, soy lo que circula entre los mundos paralelos del yo y el otro, soy esa materia que no se puede definir. Esa materia que en su mayoría es vacío, pero que ocupa el espacio íntimo de la existencia y la no existencia a la vez. Tendría que mirarme y reconocer a este tercer cuerpo que se pone entre nosotros cuando nos conectamos de una forma indescifrable, mágica y misteriosa. Ese tercer cuerpo que nos une, que es vivido como una realidad brutal e impactante, pero que no se ve, no se toca, no se puede describir. Como agujas perforándome el pecho que no tiene carne, pero que se siente como carne, pero que sangra. Yo sería, nosotros seríamos el tiempo-espacio, pero sobretodo el vacío-espacio, circulando, moviéndonos como en un proceso de un proceso de un proceso de un proceso. Un proceso que nos dio la vida, desde antes de la placenta, y que nos ha llevado a las millones de muertes diarias del camino que seguimos caminando.
Para hablar de vida, tendría que sentarme en la micro del transantiago y mirar frente a frente a una vieja a los ojos. A esa misma que me quiere botar del asiento, a esa misma que me empuja, que me golpea, que me insulta, que me escupe...tendría que mirarla a los ojos y sostener la mirada durante un incómodo momento de dolor auténtico. Tendría que dejar de desconectarme de ese dolor, de buscar un lugar de ignorancia cómoda, de buscar cómo evadirme, cómo aislarme...tendría que sentirlo a fondo y aceptarlo. Tendría que elevarme a mí misma a las magníficas y horribles alturas de la destrucción. Tendría que sentir vértigo y saltar desde allí.
Para hablar de vida tendría que encontrarme contigo, viejo amigo, cerca de mi casa, caminando con las manos en los bolsillos y esa sonrisa pícara que te caracterizaba. Tendría que ir a verte bailar vestido de mujer, riéndonos carcajadas; o tendría que ir a gritar, vitoreando, mientras tocabas magistralmente el bajo o la batería con esa mirada seria y oscura. Tendría que dejar de verte en la facultad en un segundo, en donde una puntada me atraviesa, muevo la cabeza, me refriego los ojos y me doy cuenta de que no eres tú, de que solo es otro que, aunque parecido a ti, jamás podrá igualarte. Tendría yo, con las manos astilladas y los huesos hechos polvo, que arrancarte con furia de los brazos de la muerte que te arrancó de tu cuna, en un descuido de media noche.
Para hablar de vida tendría que escribir un soneto decente, un poema real, un poema hermoso, o buscar uno que me lea mejor a mí que yo a él, y recitarlo todos los días, durante años y siglos y universos enteros. Tendría que leérselo a los fiscalizadores de las micros, a los gerentes de los bancos, a los tipos enojados del estadio, a los capuchas, a las palomas en las plazas, a los perros callejeros, a los gatos en los tejados, a la cámara alta y la baja, a los mala leche de las redes sociales, a mi mamá, a mis hermanas, a mis abuelos y a esa persona que siempre me exaspera en la mesa. Tendría que leerlo en todas partes, en el baño, en la facultad, en la Iglesia, en las ayudantías, en las protestas...y un día, después de todo ese recorrido bello, sublime, cotidiano y asqueroso, tendría que dejarlo caer en el piso, pisotearlo con todas mis fuerzas y arrojarme junto a él para llorar en paz nuestras desgracias. Para mirarnos nuestras heridas y decirnos que estaremos bien.
Para hablar de vida tendría que apedrar esa casa de mierda, esa casa maldita de la infancia en donde pasaron tantas catástrofes incontables, tantas tragedias que se transformaron en martillos que golpeaban mi espalda a través de los cumpleaños. Tendría que mirar cómo los muebles se queman, cómo las fotos se hacen cenizas, cómo los que vivían allí dejan de mirarme con esas visiones tan intensas. Tendría que...¿Ocultarme de ellos para siempre o enfrentarlos? Tendría que poder definir cómo reconstruir los pedazos de esa muñeca que se trizó por dentro y que fue a terapia en busca de otro juguetero que le hiciera una cajita musical.
Para hablar de vida tendría que ensayar una canción de recuerdos y abrazarlos a todos, a los malos y a los buenos, a los reales y a los inventados, a los míos y a los de otros, a los de todos, a los de la familia, tan bonitamente pintados de negro y blanco y gris.
Tendría que mirarme al espejo y esbozar una sonrisa de vez en cuando, cambiar el rumbo en la calle de sorpresa, no ir a clases un día y quedarme flojeando en casa, arrancarme al museo y mirar en silencio los cuadros, escribirte un poema y dejarlo a un extraño.
Para hablar de vida tendría que cerrar los ojos y contarme un cuento, decirme lo extraña que es la realidad y lo familiar que es la ficción. Hablarme de dragones, de unicornios, de tesoros y magias.
Tendría que agradecer por estar acá ahora y no mañana. Tendría que agradecer porque el mañana juega a las carreras conmigo y siempre gana. Tendría que agradecer porque el pasado me muerde los talones y siempre se impregna en mi imitación de piel. Soy como una serpiente que se muda de mundo, pero no de piel. Nací sin piel, nunca supe qué definir en el espejo, nunca supe qué dibujar sobre el lienzo en blanco de lo que parece ser mi vida.
Para hablar de vida tendría que correr entre las hojas del otoño y escuchar placenteramente cómo suenan bajo mis pies, cómo su agonía es el nacimiento nuevo del mundo, cómo por su muerte hemos sido devueltos al vientre, renacidos, re-creados. Tendría que oler el intenso aroma de la tierra mojada.
Para hablar de vida tendría que cantarles canciones de cuna a mis hermanas ya ancianas desde la tumba, porque yo las tuve entre los brazos, porque yo las ayudé a caminar, porque ellas me enseñaron todas las cosas que pude aprender en la vida, porque por ellas yo pude ser concebida en este mundo, porque por ellas decidieron arrancarme de una mirada imaginativa y tirarme desnuda aquí.
Para hablar de vida tendría que tomarme un mate y hablarte de muerte. Tendría que contarte los mitos viejos de terror, de doloroso miedo, de incertidumbre, de podredura física, de angustia de separación forzosa. Tendría que llorar contigo. Tendría que llorar por mis amados perdidos. Tendría que contarte de lo material de su rostro, de lo brutal de su llamado, de lo increíblemente potente de su oferta secreta, esa que nadie puede rechazar.
Para hablar de vida tendría que decirte que no le tengas miedo. Que le sonrías y te dejes conducir en el nuevo viaje. Porque ella, de rostro cubierto, ella de manto negro...es solo la vida teniendo una duda existencial. Es solo la vida, preguntándose por nuevos caminos, por nuevos horizontes, por borrar un trazo de su obra de arte gigante y poner otro en su lugar. Otro que en ese momento efímero le da sentido al cuadro enorme y raro.
Para hablar de vida, tendría que chupar con fuerza el último sorbo de mate, tendría que besar por última vez a mis hermanas; tendría que abrazar y oler por última vez a mi vieja, con su olor de amor de abuela; tendría que tirarte un chiste por última vez, tendría que leerte un cuento antes de ir a la cama...tendría que pasearme por la facultad con un libro bajo el brazo, tendría que pintarte de rojo la nariz...Para hablar de vida tendría que tomar un último respiro, cerrar lo ojos y guardar silencio. El resto de las formas de hablarla, las aprenderás tú, las vivirás, las sentirás tú.
Para hablar de vida tendría que amarte otro poco más y darte las gracias por aparecerte aquí. Por compartir la vida, por recordar los abrazos y las palabras, por mandar besos y cariños a la distancia, por los regalos de no-cumpleaños...por las conversaciones que me diste a través de miles de rostros, de miles de voces, de miles de sueños, de miles de manos y cuerpos.
Por caminar a mi lado.
Por crecer juntos y volver a empezar.
Por cocinarnos amor y tomar el té. Por acostarnos juntos cuando teníamos mucho frío. Por acompañarnos y contar con nosotros mismos en las buenas y en las malas. Por burlarnos de nosotros mismos.
Tendríamos que tomarnos de la mano y hablar de libros y música, reírnos a gritos, sonreírnos sin motivo, caminar como humanos y volar como pájaros de papel.
Tendrías que susurrar una última vez, mirar que he sido feliz, aunque tengo lágrimas permanentes en los ojos; besarme las manos y dejarme partir en silencio... Como una brisa...
Para hablar de vida tendría que amarte otro poco más y darte las gracias por aparecerte aquí. Por compartir la vida, por recordar los abrazos y las palabras, por mandar besos y cariños a la distancia, por los regalos de no-cumpleaños...por las conversaciones que me diste a través de miles de rostros, de miles de voces, de miles de sueños, de miles de manos y cuerpos.
Por caminar a mi lado.
Por crecer juntos y volver a empezar.
Por cocinarnos amor y tomar el té. Por acostarnos juntos cuando teníamos mucho frío. Por acompañarnos y contar con nosotros mismos en las buenas y en las malas. Por burlarnos de nosotros mismos.
Tendríamos que tomarnos de la mano y hablar de libros y música, reírnos a gritos, sonreírnos sin motivo, caminar como humanos y volar como pájaros de papel.
Tendrías que susurrar una última vez, mirar que he sido feliz, aunque tengo lágrimas permanentes en los ojos; besarme las manos y dejarme partir en silencio... Como una brisa...